Nos gobiernan los mercados

Juan Torres López – Consejo Científico de ATTAC España

Para que el gobierno español o el de cualquiera de nuestras comunidades autónomas pueda hacer frente a la crisis económica tratando de evitar que se deteriore aún más el bienestar social, o simplemente para evitar que se deteriore aún más la economía, habrá de aumentar el gasto público social y, para ello, tendrá que endeudarse. No siempre había ocurrido así en los últimos años, cuando se han podido realizar políticas sociales incluso generando superávit presupuestarios.

Pero el déficit y la deuda que se está acumulando no se producen por gusto o por causa de los propios gobiernos. Es bien sabido que se han producido, en muchos países del mundo, al hacer frente al desaguisado que han provocado los bancos y los fondos financieros especulativos en los últimos años. Bien porque han dedicado grandes cantidades de recursos públicos a ayudar a los propios bancos, bien porque ha sido imprescindible que el gasto público supliera con urgencia la extraordinaria caída del gasto privado que produjo el racionamiento del crédito cuando, al mismo tiempo, mermaban los ingresos públicos.

Los superávit de años anteriores bien pronto han resultado insuficientes y los gobiernos han debido recurrir a emitir títulos de la deuda para financiar los déficit. Títulos que en su gran parte suscriben los bancos y, también en gran medida, con el propio dinero que los gobiernos o los bancos centrales han puesto y siguen poniendo a su disposición con el fin de que volvieran a financiar a las economías.

De esa forma no solo se impide que el crédito bancario vuelva a fluir a las empresas y a los consumidores sino que los bancos hacen un doble negocio redondo. Por un lado, ganan alrededor de un 5% suscribiendo deuda pública con un dinero que a ellos les cuesta en torno al 1%. Y no solo eso: como años atrás se encargaron de conseguir que despareciera la banca pública y que los bancos centrales financiaran a los gobiernos, se vuelven ahora imprescindibles a la hora de colocar la deuda. Y gracias a ello se permiten imponer condiciones a los gobiernos que les prestan: reducción de los gastos que ellos no necesitan, reformas laborales, planes de estabilidad…, gracias a la cuales disfrutarán de mejores condiciones en el futuro para seguir ganando dinero, aunque esto se produzca a costa de la economía productiva y de la creación de riqueza en general. Las situación ya es de por sí terrible. Los gobiernos están manos de quienes provocaron la crisis justamente porque han tratado de aliviar los daños que causaron. Pero lo peor es que no termina ahí.

Sin haber modificado las reglas del juego financiero de los últimos años, los fondos de inversión especulan contra estos gobiernos, que han de hacer piruetas para poder vender su deuda manteniendo al mismo tiempo a flote unas economía que, carentes de suficiente y adecuada financiación, no pueden levantar cabeza. La simple amenaza de que no van a suscribir la deuda por temor a no cobrarla (aunque no haya nada objetivo que pueda justificar ese temor) es suficiente para que aumente su rentabilidad y obligue a los gobiernos a ponerse a sus pies.

Y para cerrar el círculo de la extorsión, las agencias de calificación aparecen como los árbitros de la situación estableciendo, como vienen haciendo desde hace decenios, lo que se debe y lo que no se debe hacer para que los inversores confíen, en este caso, en la deuda que los gobiernos quieren colocar en los mercados.

Las agencias son compañías privadas corruptas, que no solo han errado en multitud de ocasiones provocando daños irreparables (como en Japón, en Tailandia o Corea donde sus manifestaciones precipitaron las crisis) sino que han mentido (como se acaba de demostrar en el Senado estadounidense: Wall Street and the Financial Crisis: The Role of Credit Rating Agencies), y que han actuado siempre al servicio de los poderosos que les pagan.

Las agencias de calificación son sencillamente un brazo más de los capitales que han provocado la crisis. Es una evidencia innegable que su complicidad fue decisiva para que se desencadenara la crisis de las hipotecas subprime. Y bien porque sus métodos de análisis son deficientes o porque no se realizan verdaderamente para dar luz a los inversores sino para proteger a quienes les pagan, lo cierto es que no han sabido anticipar ni las grandes crisis, ni las quiebras empresariales más estrepitosas, ni (como ocurrió, por cierto, en el caso griego) los problemas que se acumulaban en las finanzas de algunos estados.

La actuación de las tres agencias que controlan prácticamente la totalidad del mercado mundial favorece mucho a los financieros, al reducir sus costes y proporcionarle condiciones más ventajosas para recuperar sus capitales, pero no ha traído consigo criterios la estabilidad y la seguridad financiera. Todo lo contrario, su presencia e intervención es directamente proporcional a la aparición de crisis y perturbaciones de todo tipo. En realidad se han convertido en factores anticipativos, en desencadenantes ellas mismas de las situaciones que dicen quede tratan de prevenir.

Las agencias se han erigido en los árbitros de la economía mundial sin que ni siquiera se haya podido conseguir que hagan públicos sus criterios de evaluación o que asuman responsabilidad alguna por sus errores o complicidades y a pesar de que todo el mundo sabe que son jugadores que hacen trampas en todas las mesas en las que se sientan.

Fieles a sus dueños y a quienes las financian, gozan de una posición decisiva porque, por muy arbitrarias que puedan ser sus decisiones, cuando rebajan la calidad de la deuda de un país o su nivel de riesgo producen un casi inmediato encarecimiento de la deuda o simplemente la estampida de los inversores, empeorando de esa manera la situación, tal y como ha ocurrido en multitud de ocasiones.

Y así es como la agencias de calificación terminan gobernándonos. Cuando Lula de Silva se consolidaba como ganador por primera vez de las elecciones presidenciales en Brasil, George Soros decía que se iba a producir una de esas profecías que se autocumplen: los mercados pensaban que si ganaba Lula no pagaría la deuda y eso iría creando unas condiciones tan difíciles que, cuando ganara, iban a impedir efectivamente que pudiera pagarla. Y cuando se le decía que la difusión de ese planteamiento desde las agencias y los grandes inversores era antidemocrático porque equivalía a aceptar que los electores brasileños no eran realmente quienes tenían la capacidad de elegir a su presidente, Soros respondía que «en la Roma antigua, sólo votaban los romanos. En el capitalismo global moderno, sólo votan los (norte) americanos, los brasileros no votan», y eso gracias, precisamente, a estas agencias que determinan lo que deben hacer los gobiernos si quieren obtener los capitales que sus países necesitan para salir adelante, sobre todo, en momentos de dificultades o crisis.

Ahora vuelve a ocurrir los mismo en Grecia, en Portugal o en España. Nuestros gobiernos deben decidir y actuar para merecer el beneplácito de esas agencias, es decir, de los grandes financieros e industriales que las controlan más o menos directamente, y no, como ingenuamente podríamos creer, el de sus votantes y conciudadanos.

Lo que ahora quita el sueño a los presidentes y a sus ministros de economía es pensar en qué momento aparecerá una declaración de Standard and Poor, Moody´s o Fitch rebajando la solvencia de su país o la calidad de su deuda y para tratar de que eso no ocurra no les queda más remedio que someterse a sus dictados.

Que nadie se engañe. Las agencias, los financieros, los banqueros y los grandes industriales que están detrás de ellas, son los que realmente nos gobiernan. No es verdad que vivamos en una democracia. No lo será mientras que la ciudadanía no sea la que decide sobre las cuestiones económicas, los recursos públicos y las finanzas.

Artículo publicado en Sistema Digital.
www.juantorreslopez.com




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