Los 10 años poco brillantes de la OMC

Claude Vaillancourt – ATTAC Francia

Los países miembros de la Organización Mundial del Comercio (OMC) se reúnen este fin de mes en Ginebra, diez años después del penoso fracaso del encuentro de Seattle en 1999.

El recorrido en montaña rusa de esta poderosa organización deja perplejo al observador. El gigantesco proyecto de liberalización progresiva de todos los mercados llevado por la OMC ha chocado constantemente con una oposición decidida por parte de los pueblos. Pero los jefes de Estado siguen considerando el relanzamiento de las negociaciones como una necesidad.

En Seattle, la OMC levantó una viva resistencia por parte de manifestantes eficaces, organizados y violentamente reprimidos. En las salas del palacio de congresos, delegados de los países del Sur se negaron a ratificar acuerdos que les perjudicaban. Estos dos grupos se opusieron con una fuerza inesperada a una globalización policial, anunciada como inevitable, planificada desde hace años por un ejército de tecnócratas al servicio de las compañías transnacionales. Este tercer gran encuentro de la OMC, fundada en 1995, resumía ya muy bien las apuestas ligadas a la existencia misma de la organización.

Después, la OMC intentó avanzar a pesar de los desacuerdos, los conflictos de intereses, la oposición tenaz de movimientos sociales de diversa procedencia. Tres grandes encuentros internacionales siguieron al de Seattle. El de Doha, en Qatar, al día siguiente de los trágicos acontecimientos del 11 de septiembre, ha permitido impulsar un ambicioso ciclo de negociaciones, la ronda de Doha, que incluye la agricultura, las tarifas aduaneras, los servicios, o los derechos de propiedad intelectual.

Esta iniciativa ciertamente no ha fueron concebidas en el entusiasmo: las negociaciones fueron lanzadas in extremis gracias a una agenda sobrecargada que muchos no alcanzaban a seguir, por jugadas de pasillo y encuentros secretos, todo en un clima de estupor al día siguiente del 11 de septiembre.

Oposición al Sur y al Norte

Las ministeriales siguientes, las de Cancún en 2003 y de Hong Kong en 2005, permitieron acotar los fallos de una negociación particularmente problemática. A los países del Sur les molestó que se les pidiera abrir sus fronteras a los productos agrícolas copiosamente subvencionados de Europa y de Estados Unidos, mientras que sus propios productos no podían tener acceso a los ricos mercados del Norte. Se trataba de la supervivencia de cientos de millones de campesinos, víctimas ya de la agroindustria y atrapados en un juego falseado de concurrencia.

Además, parecía poco razonable a los países del Sur bajar sus tarifas aduaneras, cuando con sus poblaciones pobres y una deuda aplastante, se verían así privados de una fuente indispensable de renta.

En los países del Norte, se organiza una oposición más específica sobre la cuestión de los servicios. El Acuerdo general sobre el Comercio de los Servicios (AGCS) se orienta a liberalizar el sector, lo que hace temer, con razón, por la supervivencia de los servicios públicos. La resistencia se ha manifestado sobre todo al nivel municipal: varios centenares de ciudades, comunidades, regiones, en Canadá y en Europa, se han pronunciado contra el AGCS, declarándose las ciudades europeas como “zonas fuera del AGCS”.

La ronda de Doha se hundió sin ser llorada en julio de 2006, entre la disensión y los desacuerdos. Después, la OMC se ha sumido en un largo sueño. Las grandes potencias que son Europa, los Estados Unidos y Canadá han respondido a este fracaso negociando una serie de acuerdos bilaterales, en continuidad de otros acuerdos ya concluidos durante los años precedentes. Pero el fracaso de la OMC sigue siendo difícil de aceptar y los jefes de Estado recordaban constantemente la necesidad de relanzar las negociaciones.

La crisis económica y financiera actual ha venido a dar la razón, una vez más, a los oponentes de la OMC. Todavía hoy, la OMC se orienta a una amplia desregulación; según ella, las leyes no deben ser “más rigurosas de lo necesario” o plantearse como “obstáculos al comercio”, incluso si han sido concebidas democráticamente para beneficio público. Ahora conocemos los efectos de las desregulaciones, particularmente en el sector financiero. Además, en tiempo de crisis, la existencia de servicios públicos gratuitos y universales y de programas sociales bien orientados es más necesaria que nunca. ¿Nos damos cuenta de cuáles habrían sido la consecuencias de la crisis si la ronda de Doha hubiera alcanzado su finalidad?

Sin embargo, ahora se avivan los llamamientos para relanzar las negociaciones. Los jefes de Estado del G-20 incluso han hecho de ello una prioridad. El pretexto es luchar contra el proteccionismo. Pero esta lucha deviene absurda cuando impide a los países adoptar las políticas de desarrollo regional, de soberanía alimentaria, protegiendo el empleo y el medio ambiente. En la era de la globalización, las economías están por otra parte de tal modo imbricadas que sería imposible volver al mundo estrecho de fronteras cerradas de los años 30, como temen algunos comentaristas.

El relanzamiento de la ronda de Doha, como propugna el G-20, parece de hecho una estrategia del shock (tal como lo define la periodista Naomi Klein), cuando se busca curar el mal con el mal, se aplican para salir de la crisis las recetas que han provocado la catástrofe ¿No sería preferible y razonable llegar a un comercio internacional basado en la cooperación, dentro del respeto a los derechos humanos y al medio ambiente, como propone el movimiento altermundialista?

Diez años después de la ministerial de Seattle, el retrato de la OMC no es brillante. Al servicio de la clase de los negocios, la organización nunca ha querido ver cuáles son los efectos de sus decisiones sobre las poblaciones. Su funcionamiento no respeta la democracia. Numerosos testimonios, entre ellos los de Martin Khor y Raoul-Marc Jennar, han mostrado hasta qué punto los países poderosos no temen utilizar las manipulaciones y la intimidación para alcanzar sus fines. Sus políticas de mercantilización generalizada no han hecho más que acentuar las desigualdades y dificultar el acceso a bienes y servicios esenciales.

El encuentro de Ginebra se asocia a la cumbre de la ONU sobre el clima en Copenhague, una semana más tarde. La ausencia de reglamentación obligatoria para limitar los efectos de la polución y de los gases con efecto invernadero, en beneficio de las grandes empresas y de sus accionistas, se compara a las políticas de la OMC que quieren reducir el poder de regulación de los Estados.

Hay que esperar que el espíritu rebelde que animó y transformó la ministerial de Seattle venga a visitar a los participantes de estos dos importantes encuentros para empujarlos a actuar, finalmente, en beneficio de los pueblos y del planeta.




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