La hipocresía de la política de austeridad

Juan Fco. Martín Seco – Consejo Científico de ATTAC.

Caben ya pocas dudas acerca de que la crisis está sirviendo de coartada y pretexto para desmontar lo conseguido en la construcción del Estado de bienestar. Era predecible que el euro se convertiría en un instrumento perfecto para que las fuerzas económicas y los políticos de derechas (es decir, casi todos) lograsen alcanzar aquellas aspiraciones que hasta la fecha y debido a la presión social no se habían atrevido a introducir.

El lenguaje habitualmente dista mucho de ser inocente, y se utilizan palabras con apariencia de neutralidad para transmitir conceptos sectarios y partidistas. El discurso de la austeridad, tras su semblante puritano y moralizante, esconde las intenciones más bastardas, una subversión del orden social, modificación del statu quo, inclinando la balanza hacia las clases acomodadas, hacia el capital y hacia las grandes empresas. Lo que llaman austeridad no es algo diferente de una nueva distribución de las cargas y de los beneficios.

Las voces de sus amos que intervienen en las tertulias o escriben en los periódicos no se cansan de reclamar al Gobierno más y más ajustes. Emplean un lenguaje torticero y tartufo, capaz de engañar a la sociedad. Los ciudadanos -dicen- han hecho grandes sacrificios, sin embargo esa austeridad no se ha aplicado al Estado. La falacia se encuentra en identificar Administración con Gobierno, haciendo creer que los recortes aplicados al sector público recaen sobre los políticos, cuando en definitiva tiene que soportarlos la mayoría de la sociedad, especialmente las clases más necesitadas y humildes.

Hablar de los coches oficiales, del número de diputados, de las delegaciones en el extranjero de las Comunidades Autónomas o de otras cosas por el estilo, puede ser interesante desde el punto de vista de la moralidad pública, pero, por su cuantía, todo ello poco tiene que ver con la reducción del déficit o del endeudamiento público. Seamos serios y sinceros. Los que plantean tales objetivos y proponen para alcanzarlos actuar desde el lado de los gastos lo que están exigiendo en realidad es que se recorten las grandes partidas públicas: sanidad, educación, pensiones, justicia, seguridad ciudadana, infraestructuras y transportes; en general, todo tipo de servicios públicos o prestaciones sociales, a no ser que se pretenda reducir los gastos en defensa, lo cual no parece contarse entre las finalidades de los apóstoles de la austeridad.

No están pidiendo que sean austeros los políticos, sino deteriorar aún más las condiciones de vida de las clases medias e incrementar la penuria de los estratos más desfavorecidos de la sociedad. Los recortes en la Administración pueden afectar de forma inmediata a los funcionarios, pero enseguida repercuten negativamente sobre los usuarios de los servicios públicos, servicios que o bien desaparecen o pasan a manos privadas con el consiguiente beneficio para estas y el correlativo perjuicio para la sociedad en su conjunto.

El fariseísmo de la política de la austeridad se hace aun más evidente cuando nos adentramos en el lado de los ingresos. Ahí terminan los discursos sobre el rigor. Todos sus apologetas se apuntan a la bajada de impuestos o, mejor dicho, a la bajada de ciertos impuestos. Draghi no tiene ningún pudor en proclamar que para lograr la necesaria consolidación fiscal los gobiernos no deben subir impuestos sino realizar recortes en el gasto público, lo que tiene muy poco de planteamiento técnico y mucho de ideológico.

Esperanza Aguirre, mientras sus cachorros destrozan los servicios públicos madrileños, desde la sanidad a la educación pasando por la ayuda a la dependencia o el transporte público, se apunta, para obtener el apoyo del sector más montaraz del PP, a la bajada de impuestos; ciertamente de algunos impuestos, porque otros -los más regresivos como las tasas o el IBI- no tiene ningún reparo en que se incrementen.

Y Aznar retorna del pasado dando lecciones y pontificando acerca de la conveniencia de disminuir la presión fiscal, lo cual resulta bastante llamativo si consideramos que precisamente sus ocho años de gobierno tienen mucho que ver en el desastre económico que hoy soportamos. El ex presidente del Partido Popular, contra toda lógica, nos metió en la Unión Monetaria, aunque en honor de la verdad hay que decir que de ese pecado participaron todos los partidos políticos excepto IU. Aznar liberalizó el suelo lo que facilitó la burbuja inmobiliaria, y fueron los gobiernos de Aznar también los que introdujeron dos reformas fiscales que, junto a la posterior de Zapatero, se encuentran en el origen de la reducida presión fiscal actual, ocho puntos por debajo de la media de la Unión Europea, inferior incluso a la de Grecia y Portugal, y causante por tanto del déficit público que ahora sufrimos.

Desde hace por lo menos veinte años, de los que los ocho de la etapa Aznar fueron decisivos, el sistema fiscal español viene sufriendo una fuerte transformación tanto en lo relativo a su progresividad como en su potencial recaudatorio. Los años de crecimiento a crédito y la burbuja inmobiliaria ocultaron esta realidad, pero bastó que la actividad económica cambiase de signo para que apareciesen de manera palmaria los estropicios cometidos.

Los paladines de la bajada de impuestos, que al tiempo suelen defender también el discurso de la austeridad, pretenden ocultar la contradicción acudiendo a la necesidad de incentivar la economía; pero puestos a estimular el crecimiento debería hacerse por el lado de los gastos y no de los ingresos. En una crisis como esta lo que hay que impulsar es la demanda interna y no la oferta, y por regla general la propensión al consumo es mayor en los beneficiados por el incremento del gasto público que en los favorecidos por la reducción de los impuestos.

Llamemos a las cosas por su nombre: a los que abogan por la reducción del gasto público y la disminución de los impuestos no les guía ni el afán de consolidación fiscal ni el intento de reactivar la economía, sino únicamente la pretensión de cambiar la actual distribución de la renta hacia una mayor desigualdad.

Artículo publicado en República de las Ideas




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