La farsa hondureña

Alberto PirisEstrella Digital

Al fin, el golpismo ha vuelto a ganar, como tantas veces lo hizo antes en muchos países al sur del Río Grande, el mismo río que los mexicanos vecinos de su orilla derecha llaman Río Bravo del Norte. Sea cual sea el resultado definitivo de las elecciones celebradas en Honduras el pasado domingo y sea cual sea el índice de participación, el solo hecho de celebrarlas bajo la benévola mirada de algunos países complacientes constituye el último clavo que cierra el ataúd de la que fue posible democracia hondureña.

Esta valoración no resulta modificada por la opinión oficial del Gobierno de EEUU de aceptar el resultado de esos comicios si se celebran con «libertad y limpieza», opinión que comparten algunos otros países americanos como Colombia, Panamá y Costa Rica -cuyo presidente ha sido el principal mediador entre las partes enfrentadas-, pero que rechazan de plano un gran número de Estados. En América, Argentina y Brasil han manifestado ya que no reconocerán el resultado de las elecciones, y la Organización de Estados Americanos ha rehusado enviar observadores al proceso electoral. Tampoco la ONU lo ha respaldado, como no podía por menos de suceder, aunque nada indica que siga firme en su propósito de aquí a algunos meses si, como lamentablemente parece probable, la farsa hondureña alcanza el objetivo que habían previsto los golpistas del 28 de junio.

La Unión Europea no aprueba estas elecciones, aunque unos europarlamentarios españoles del Grupo Popular viajaron a Honduras a título privado. Sorprende que alguien pueda pensar que se dan las condiciones necesarias para unas elecciones «libres y limpias», cuando el anterior presidente, democráticamente elegido, fue depuesto por la fuerza de las armas y permanece refugiado en la Embajada brasileña en Tegucigalpa desde finales del pasado mes de junio, configurando de este modo una esperpéntica situación legal y política que impide considerar siquiera normal cualquier tipo de elección celebrada en tan anómalas circunstancias.
Un diputado del Congreso Nacional hondureño declaró a la prensa chilena lo siguiente: «La pandilla que convoca estas elecciones hace fiesta mientras tienen bajo encierro y tortura al presidente legítimamente electo. Hay censura en los medios de comunicación; se persigue a los miembros de la Resistencia que hacemos oposición; aparecen asesinados opositores sin que el sistema judicial actúe; los militares son los que mandan tras las bambalinas, como lo reconoció el portavoz de la Policía Nacional en una entrevista encubierta». Su denuncia se extendía también a varios aspectos del proceso electoral, en el que los datos finales serán elaborados por una empresa telefónica que -según él- financió el golpe de Estado, los observadores internacionales que han aceptado acudir son ideológicamente aliados de los golpistas y las urnas serán custodiadas por los mismos soldados que apresaron y expulsaron a Zelaya.

No deja de sorprender a muchos observadores el hecho de que en Latinoamérica, durante la presidencia de Bush, que sin mucha exageración podía calificarse como un régimen de extrema derecha, sólo ocurrió un golpe de Estado -el fracasado en Venezuela contra el presidente Chávez en el 2002- y, por el contrario, las fuerzas políticas de izquierda alcanzaron democráticamente el poder en varios países, alumbrando entre las masas habitualmente desposeídas unas esperanzas de justicia social soñadas durante los largos años en que fueron gobernadas por las corruptas oligarquías de siempre.

En cambio, con Obama en la presidencia, en menos de un año ha prosperado el primer golpe de Estado sin apenas oposición firme y decidida de la Casa Blanca, y en otros países, como Paraguay, empieza a escucharse el ruido de los sables, aunque, como ha ocurrido en Honduras, éstos se disfracen con las togas de la Justicia para hacerse más digeribles por la opinión pública.

Es casi seguro que esta aparente contradicción sea producto de la situación política en EEUU, donde Obama se ve obligado a alcanzar difíciles equilibrios frente a una oposición mucho más dura que la que tuvo que soportar Bush. Ésta siembra de obstáculos los complicados caminos por los que el nuevo presidente ha de transitar para lograr la ansiada reforma sanitaria, atender a la crisis económica mundial y afrontar los numerosos problemas de política exterior que dependen básicamente de las decisiones de Washington; y todo esto con la vista puesta, como es natural, en las próximas elecciones presidenciales que deberá ganar para llevar a cabo sus ambiciosos proyectos a más largo plazo.

Que esos problemas internos de EEUU contribuyan al resultado de que en Tegucigalpa se instaure un régimen democráticamente dudoso, producto final de un golpe de Estado a pesar de estar vestido con el ropaje de unas elecciones absurdas, nos muestra los extraños recorridos de la política internacional en un mundo tan interconectado como el que nos ha tocado vivir.




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