Economía y democracia: poner en su sitio a los mercados

Juan Torres López – Consejo Científico de ATTAC España

Se puede discutir si la democracia de nuestros días es auténtica, si realmente proporciona a los individuos capacidades efectivas para participar e influir en la toma de decisiones sobre los asuntos que le interesan. Pero lo que parece indiscutible es que no alcanza a la economía o que, al menos, no lo hace en el grado suficiente como para permitir que la ciudadanía se pronuncie y decida sobre las cuestiones económicas que más directamente afectan a su vida. Y también lo es que esto se ha hecho especialmente manifiesto en los últimos tiempos.

La crisis que estamos viviendo es una buena prueba de la gran limitación que tienen nuestros sistemas democráticos en este aspecto cuando nos permite comprobar que los gobiernos son materialmente impotentes frente a los grandes poderes económicos y financieros y que estos imponen sin apenas dificultades sus preferencias a los poderes representativos, sin que los ciudadanos apenas podamos pronunciarnos, en el marco de los mecanismos democráticos al uso, para evitarlo.

De hecho, incluso se ha popularizado el término “los mercados” como expresión de esa instancia todopoderosa de donde nacen las determinaciones que inevitablemente hay que respetar en materia de política económica y a las que se subordina cualquier otra preferencia social o gubernativa, no ya porque se considere menos deseable sino porque con las reglas de juego existentes sería imposible que se pudiera poner en práctica.

Se le pueden dar muchas vueltas a los argumentos pero me parece que a fuer de ser sinceros no cabe más remedio que reconocer que las medidas económicas que está tomando el gobierno español y que los parlamentarios que lo sostienen aprueban sin rechistar, claramente opuestas a su ideario, a sus promesas electorales e incluso a las propuestas hace solo unos meses, son medidas impuestas que el gobierno no hubiera adoptado ni su grupo parlamentario admitido si hubieran podido actuar con autonomía y plena capacidad de decisión, si hubieran podido mantener sus preferencias y voluntad sobre la de los poderes financieros.

Y cuando esto ocurre en materias tan decisivas para el bienestar social y para la vida cotidiana de las personas, cuando se puede vencer de esta forma el deseo popular expresado en las urnas y cuando los poderes representativos no sirven para llevar a la práctica lo que desean los ciudadanos que los han elegido es muy difícil aceptar que se vive en una democracia.

Naturalmente, las causas que han ido produciendo este fenómeno degenerativo son variadas y complejas pero, en lo que afecta más directamente a la economía, creo que se podrían resumir en las siguientes que se entrelazan entre ellas.

En primer lugar, la progresiva generalización de unas normas y reglas de juego que han llegado a provocar que los gobiernos, como poder a quien le corresponde ejecutar la preferencia social expresada en las urnas, pierdan casi totalmente su capacidad de acción y autonomía. La libre movilidad de los capitales, los paraísos fiscales, el proteccionismo comercial aplicado solo por los países ricos que a su vez obligan a que los más pobres se desarmen completamente, la desregulación progresiva que trata igual a los desiguales han facilitado la consolidación de grandes grupos empresariales y la configuración paralela de un sistema de «poderes de apropiación», en expresión de Pearson, que concentra en muy pocas manos la capacidad efectiva de decisión. Formalmente, un gobierno podría (aunque ni siquiera en todo caso) subir o bajar impuestos, dedicar más o menos gasto a satisfacer las necesidades sociales, establecer controles, regular los negocios en la forma en que mejor conviniera a sus electores y por tanto a la mayoría de la sociedad, pero si al hacerlo lesiona los intereses comerciales o financieros de los poderosos los capitales saldrían del país, sufriría sanciones y se enfrentaría así a problemas bien graves.

En segundo lugar, el enorme poder de decisión concedido a instituciones en las que no está representada la voluntad ciudadana y que directa o indirectamente responden a intereses corporativos, financieros o de minorías poderosas, como ocurre, por ejemplo, con el Fondo Monetario Internacional, con los bancos centrales o, en el ámbito privado, con las agencia de calificación.

En tercer lugar, la inexistencia de instituciones con capacidad material para intervenir en los procesos de toma de decisiones más importantes que hoy día se resuelven a escala supranacional. Unas veces, porque son espacios cuasi informales, como las cumbres del G-8 o G-20, otras porque no se utilizan los que podrían jugar ese papel, como las Naciones Unidas, y en la mayoría de las ocasiones porque se decide desde espacios difusos y en la práctica desinstitucionalizados.

En cuarto lugar, porque todo lo anterior da lugar a que no exista una agenda social de deliberación sobre las cuestiones económicas. Se ha conseguido que éstas se consideren como asuntos sobre los que no cabe no ya el pronunciamiento sino ni siquiera la discusión ciudadana. La posible variedad de respuestas a los problemas que tienen que ver con el modo de organizar la vida económica, con el reparto de la riqueza o el uso y disfrute de los recursos no se considera que sea algo que tenga que ver con las preferencias públicas, es decir, con la política y, por tanto, para los que no es preciso establecer sistema democrático alguno.

Finalmente, junto a estas dimensiones macro, hay también limitaciones sustanciales de la democracia en relación con las cuestiones económicas que tienen que ver con su expresión microeconómica y que nace de dos circunstancias diferenciadas. Por un lado, la naturaleza jerárquica y asimétrica de las relaciones que por regla general se dan en el interior de las empresas basadas en la contratación de trabajo asalariado. Y, por otra, la desigual disposición de información sobre los procesos en los que toman parte los sujetos económicos y que lógicamente implica un distinto privilegio y una igualmente desigual capacidad de decisión que condicionan decisivamente sus respectivas posibilidades de satisfacer sus necesidades o de rentabilizar la inversión de recursos que hayan realizado.

Todo este conjunto de circunstancias tiene un doble tipo de consecuencias.

Por un lado, la inexistencia real de democracia económica implica una degeneración sustancial de la democracia política, con las implicaciones de todo tipo que esto último tiene y a las que no voy a referirme ahora.

Por otro lado, la existencia de una auténtica dictadura de los mercados o de los grandes poderes económicos y financieros, como queramos llamarlos, también tiene implicaciones evidentes en materia estrictamente económica: la desigualdad creciente, la concentración progresiva y la desaparición de la competencia, y la generación de un modelo productivo de grandes y perturbadoras asimetrías, entre sectores, entre sujetos, entre espacios, entre formas de actividad económica, entre lógicas de rentabilización de capitales… Un modelo intrínsecamente inestable porque al mismo tiempo que agudiza los desequilibrios disminuye las instancias de negociación y de contrapoder.

La ausencia de democracia es causa de la inestabilidad y las respuestas a la inestabilidad bajo la dictadura de los mercados vuelven a alimentar soluciones que debilitan la democracia. Así que la clave radica, por tanto, en cómo romper ese nudo gordiano que atenaza a nuestras sociedades, que paraliza a los gobiernos y que solo da alas a quienes disfrutan de privilegios y de poderes desproporcionados.

Evidentemente eso solo se puede lograr estableciendo normas que obliguen a tomar las decisiones en el espacio del poder representativo y no en los mercados. Para ello, lo que sería preciso hoy día es atacar allí donde justamente se originan las fallas más importantes de las democracias dando la vuelta a los procesos que las políticas neoconservadores que las han propiciado en los últimos años: regulando con firmeza las relaciones comerciales y financiera sencillamente para someter las decisiones a la voluntad de la ciudadanía en cualquiera que sea el ámbito de la actividad económica. Eso y no otra cosa es la democracia. Y para ello es imprescindible sujetar a los capitales, por en su sitio a los mercados para que estos no sustituyan al espacio de la democracia representativa.

Aunque la agenda en este campo es bien amplia, hay temas centrales y más urgentes que otros para poder avanzar en ese sentido: poner fin al régimen de libertad de movimientos de los capitales rechazando de una vez el falso argumentario librecambista con que se regula y legitima el comercio internacional, considerar que la financiación de la economía es un bien público y no puede estar en manos de la banca privada o de los bancos centrales independientes del poder político, establecer un marco internacional de relaciones laborales en la línea de lo que recomiendan organismos como la OIT y que garantice el equilibrio en la negociación y la protección de las partes más débiles, o constituir o reconstituir organismos democráticos internacionales dotados de poder efectivo.

Artículo publicado en Temas para el Debate.
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