Derecho a discrepar

José Antonio Cerrillo

miembro de ATTAC Sevilla

Titular reciente de Eldiario.es acerca del proceso de debate en una nueva formación política: “Las primeras críticas internas en Podemos desafían el modelo de partido propuesto por Pablo Iglesias” (1). Leyendo el cuerpo de la noticia, y conociendo el proceso de primera mano, resulta que diferentes personas y agrupaciones de personas han presentado propuestas distintas a las del grupo promotor de Podemos. Todas ellas están siendo debatidas y tendrán la oportunidad de ser votadas por todo aquel que se haya inscrito para participar en el proceso constituyente de la organización. ¿Por qué entonces el periodista redacta la noticia usando palabras como “críticas internas” o “desafío”, además de reducir la propuesta del grupo promotor a la figura de Pablo Iglesias?

Quizá sea un poco tiquismiquis, quizá sea mi deformación profesional como analista de discursos, pero la construcción de este titular me sugiere una interpretación un tanto sesgada de lo que está pasando en Podemos. ¿Por qué interpretar en claves personalistas (o de base contra cúpula) y de competencia y poder lo que en principio es un sano ejercicio de democracia y debate interno?, ¿no es acaso lo que los ciudadanos españoles llevamos reclamando en los últimos años, y en especial a los partidos políticos?

No es mi intención en este texto defender el proceso dentro de Podemos, entre otras cosas porque todavía no conocemos sus resultados. Lo que me escama es la forma en la que se redacta la noticia. Como analista de discursos sé muy bien que las palabras no son neutras, que el uso de unas u otras modula nuestra percepción acerca de los fenómenos que el lenguaje trata de representar. En este caso, las palabras empleadas por el periodista no transmiten una imagen de normalidad democrática, sino de confrontación y violencia. Y no es, ni mucho menos, la primera vez que leo o escucho algo parecido. De hecho, llevo haciéndolo toda la vida.

Valga una anécdota para que sepan de qué estoy hablando. Hace unos años veía la tertulia dirigida por el ex ministro Miguel Ángel Rodríguez en una televisión de marcado signo conservador (¡hay que cotejar todas las fuentes amigos!). El tema a discusión aquella noche era el desacuerdo público entre dos destacados dirigentes del PSOE. Si les digo la verdad, no recuerdo quienes eran los protagonistas ni cuál era el motivo de su disputa. Lo que sí recuerdo perfectamente es que el PSOE había zanjado la cuestión aludiendo a una sana diversidad interna dentro de su partido. El señor Rodríguez, con un marcado tono de irónico, apuntilló: “a la división le llaman diversidad”.

¿Les suena? Seguro que sí. Piensen en lo que está sucediendo en torno a Cataluña, el dramatismo con el que unos acusan de romper la unidad nacional a los partidarios del referéndum y otros llaman infiltrados y malos catalanes a quienes se oponen a él. O por poner un ejemplo más mundano, piensen los veteranos de los movimientos sociales cuántas veces hemos cerrado una reunión llamándonos de todo y sospechando de las intenciones de los demás, cuántas veces hemos roto la baraja por no estar de acuerdo con el de enfrente, cuántas iniciativas interesantes no han cuajado por ser incapaces de gestionar la diferencia.

Pese a que las evidencias que presento en este artículo son más que modestas -otra cosa excedería su propósito- creo que estarán de acuerdo conmigo: el debate público español está marcado por una auténtica fobia a la diversidad, a la discusión entre posturas diferentes (y a veces, por qué no, irreconciliables), a la existencia de posiciones divergentes, a que las organizaciones de todo signo no sean bloques monolíticos. Es una característica de impregna nuestra cultura política, desde los espacios más progresistas a los más conservadores. De ahí que nuestra palabra favorita sea consenso: todo debe ser consensuado, lo que no suscita consenso es peligroso. A quién no está de acuerdo se le acusa siempre de romper el consenso.

En efecto, una consecuencia lógica de ese miedo a la discrepancia es la persecución del diferente, del que muestra su disconformidad con los grandes acuerdos. Por eso en España la pluralidad interna es un motivo para que ser atacado, en lugar de una cualidad a admirar. También esta es la causa por la que se persigue sin cuartel a todo el que pone en cuestión los grandes acuerdos sobre los que se asienta nuestro Régimen, agitando el espantajo de la Guerra Civil. Extraño consenso es el que no permite el más básico de los principios de la política: interrogarnos sobre cómo organizamos nuestra sociedad.

Porque al contrario de lo que solemos pensar en España, la diferencia es sana, nos enriquece, ensancha nuestras perspectivas. La diversidad, como bien sabía John Stuart Mill, es una de las condiciones necesarias de la democracia. El filósofo florentino Nicolás Maquiavelo, por su parte, consideraba que las sociedades divididas por grandes conflictos eran más fuertes, porque fomentaban la innovación política. Lo decisivo, como apuntó el sociólogo Lewis Coser, es que tengamos mecanismos para gestionar y canalizar los conflictos de forma pacífica. Y eso es la democracia: una forma de construir la vida en común sin exclusiones, permitiendo a todos tomar la palabra y participar de la toma de decisiones. En una democracia que se precie de serlo todas las preguntas deben estar permitidas, como decía el gran Cornelius Castoriadis. Así pues, el conflicto y no el consenso es el auténtico fundamento de una sociedad democrática.

Cierto es, la historia de España nos muestra lo poco y mal que hemos sabido afrontar las diferencias políticas. Hay sobrados ejemplos de ello en los últimos dos siglos, supongo que todos tenemos unos cuántos en mente. Por eso la Transición insistió tantísimo en la necesidad de alcanzar consensos, moderar las reivindicaciones y alejar a los ciudadanos de la toma de decisiones, que estarían reservadas a los grandes líderes políticos. Es una cultura política que se ha marcado a fuego en la mentalidad de los ciudadanos españoles durante los últimos cuarenta años, y que no en poca medida nos ha conducido a la situación actual.

Si deseamos que España se convierta una en una auténtica democracia, y creo que es algo que llevamos reivindicando con fuerza desde mayo de 2011, es preciso cambiar la cultura política del país. Aceptar que una democracia se parece más a una conversación entre gentes de toda clase y condición que a una serie de principios intocables codificados en textos sagrados; que la unidad no es una precondición, sino algo que se construye a base de diálogo, paciencia y tolerancia. Y debemos asumirlo en todos los ámbitos: en la sociedad civil, en los movimientos organizados, en las instituciones y en los medios de comunicación. Y si empezamos en nuestra propia casa, mejor que mejor.

 

Referencias:

(1) http://www.eldiario.es/politica/propuestas-Pablo-Iglesias-internas-Podemos_0_305870252.html




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