Sobre la reforma de la Constitución

Antonio Bernal
Miembro del Grupo de ATTAC Andalucía en Jerez.

Un principio básico que nadie se atrevería a cuestionar abiertamente es el que justifica toda política económica en la medida de su contribución al bienestar general de una población. Esta es la idea que trasmiten PSOE y PP cuando presentan la reforma constitucional que va a fijar límites al déficit y a la capacidad de endeudamiento públicos como un modo de garantizar una política económica estable, que permita a su vez mantener altos niveles de cohesión social. Ahora bien, ¿no sería acaso más consecuente con este argumento la constitucionalización de objetivos sociales en lugar de objetivos macroeconómicos? ¿Por qué no establecer un límite constitucional para la tasa de desempleo, por encima del cual los gobiernos deben comprometer una acción decidida para no hacer del paro una lacra socialmente insoportable? ¿Por qué no fijar un porcentaje mínimo de rentas para las familias que tenga la virtualidad de operar como una alerta constitucional contra la pobreza? Y hablando de cohesión social, ¿por qué no acordar un umbral máximo de diferencias de riqueza, superado el cual sea exigible una vuelta de tuerca redistributiva a los impuestos?

Habrá quien considere que constitucionalizar indicadores como los arriba descritos equivaldría a la aceptación pasiva de un nivel determinado de paro, de pobreza o de desigualdad, vulnerando de esta forma valores constitucionales básicos: el derecho universal al empleo y al disfrute de unas condiciones de existencia dignas, o el principio de igualdad, tan elemental como el de la libertad, que deben conducir en todo momento la política social y económica del Estado y ante los que no cabe conformidad con respecto a umbrales tolerables.

Y habrá quien afirme, desde una posición pragmática, que no hay gobierno capaz de garantizar que tales umbrales puedan ser respetados en cualquier escenario imaginable. De forma que, tal como de hecho ocurre actualmente, estaríamos ante objetivos que sólo cabe declarar como constitucionalmente deseables, pero no como un mandato imperativo cuyo incumplimiento podría derivar en forma de crisis constitucionales sin salida.

Sin embargo estas consideraciones resultan igualmente aplicables a los objetivos de déficit y deuda que ahora van a ser elevados al rango de mandato constitucional. En primer lugar porque sujetar la política presupuestaria a límites preestablecidos de déficit y deuda significa aceptar la posibilidad de convivir con niveles desmesurados de paro, pobreza o desigualdad, inhibiendo por razones legales o constitucionales políticas fiscales expansivas que generen empleo directo (por ejemplo mediante la provisión de infraestructuras o servicios públicos), o que incorporen estímulos a la actividad de las empresas, que les permitan crear nuevos puestos de trabajo o evitar su destrucción. Significa, por tanto, aceptar que el servicio a la deuda (la devolución del principal y los intereses por los préstamos que la gran banca concede a los Estados) estará siempre por encima de cualquier posible objetivo de gasto o de inversión pública económica y socialmente productiva. El enunciado del artículo 135.3, en los términos de su anunciada reforma, es meridianamente claro en tal sentido: “Los créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública de las Administraciones se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de sus presupuestos y su pago gozará de prioridad absoluta”.

En segundo lugar la reforma podría haberse limitado, tal como hace el texto constitucional vigente con respecto a los objetivos sociales del Estado, a expresar una saludable orientación de las Administraciones públicas hacia la sostenibilidad de sus cuentas, incluso buscando escenarios próximos al equilibrio presupuestario, sin mayores ataduras. Pero en lugar de ello se establece directa o indirectamente un techo de gasto. Es cierto que no se dispone una prohibición constitucional contra el incremento de ingresos vía impuestos. De hecho el PSOE, tratando de contrarrestar el impacto de la reforma en su electorado, ya ha deslizado la idea de incorporar en su programa la recuperación del Impuesto de Patrimonio que el propio gobierno de Zapatero suprimió. Pero también es cierto que en la defensa de la reforma está muy presente la idea de que no puede gastarse lo que no puede pagarse (se deduce, al contado), mientras que nadie proclama la voluntad de generar los ingresos que sean precisos para mantener el nivel de servicios públicos que democráticamente consideramos necesarios. Seguimos instalados en la tesis de que los impuestos y el gasto público sólo son revisables a la baja. Lo cual es tanto como aceptar que el papel del Estado como actor social y económico sólo puede ir reduciéndose paulatinamente. Y son estas nociones las que, de forma casi subliminal, cobran carta de naturaleza constitucional.

El otro gran argumento exhibido en defensa de la reforma, expresado tanto en su exposición de motivos como en las declaraciones de los portavoces del PSOE y del PP, es que se trata de insuflar confianza en los mercados en la estabilidad la economía española.

Aquí habría que subrayar dos nuevos e importantes aspectos. Por una parte sabemos que tras el eufemismo de “los mercados” se ocultan los grandes bancos y fondos de inversión que dominan las finazas del planeta y en cuyas manos han puesto los Estados la viabilidad de sus cuentas. Una vez desmantelado todo vestigio de banca pública, nadie que no sean estos gigantes financieros se halla en condiciones de prestar dinero a los gobiernos. Y exigen garantías inequívocas de cobro de esos préstamos, incluso estableciendo constitucionalmente (como se ha visto en el enunciado del futuro artículo 135.2) su prioridad frente a cualquier otra opción de gasto público. Así de simple.

Aun más grave resulta el hecho de que la expresa motivación de la reforma en la necesidad de insuflar confianza en los mercados casi equivale a reconocerle a estos actores capacidad como sujeto constituyente, superior incluso a la del conjunto de la ciudadanía. Se trata de un cambio constitucional que hasta ahora nadie había reclamado abiertamente en nuestro país. Aunque ha sido desde hace años una opción manejada por el PP, nunca se materializó en una propuesta política firme, ni suscitó apoyos sociales relevantes, ni ha sido objeto de un debate público proporcional a su alcance. Ahora tampoco cabe hablar de propuesta porque su anuncio ha sido el anticipo por pocas fechas de un hecho consumado, una decisión tomada y sujeta tan sólo a los breves matices incorporados en una negociación política de urgencia. Tampoco se ha constatado ni se pretende constatar hasta qué punto goza de apoyos sociales (incluso ha hecho falta apelar a la disciplina de partido para atajar las tímidas críticas despertadas en el seno del PSOE). Y por último no sólo se hurta la posibilidad de abordar un debate público sereno, sino que deliberadamente se están introduciendo elementos que tienden a oscurecer las verdaderas motivaciones de la reforma. Porque, contra lo que erróneamente nos pretenden hacer creer muchos medios de comunicación, la reforma no busca rebajar los sueldos de los políticos, ni el número de sus coches oficiales, ni las inauguraciones de urgencia en época preelectoral. Por escandalosos e irresponsables que puedan llegar a ser los comportamientos de nuestra clase política, no son ni de lejos el factor principal explicativo del déficit o la deuda de las administraciones públicas. Y por supuesto para corregir tales comportamientos no sería necesario introducir un límite constitucional a su capacidad de incurrir en gastos injustificables. Bastaría con reforzar los mecanismos de responsabilidad política que obligan a todos los representantes de la ciudadanía a rendir cuentas claras de su gestión.

Estamos también ante una reforma constitucional con prisas en varios sentidos. Ha sido negociada entre el PSOE y el PP en apenas dos días y registrada inmediatamente en el Congreso, antes incluso de que la dirigencia socialista haya recibido las oportunas explicaciones y consignas. Somos, tras Alemania, el segundo país en que se va a materializar la recomendación favorable a la introducción en las constituciones de todos los países de la eurozona de una “regla de oro” de equilibrio presupuestario (Italia se nos anticipó en el anuncio, pero nuestra reforma se va a tramitar en tiempo record). Esta recomendación, aunque incorporada al Pacto del Euro recientemente aprobado, ha vuelto a surgir de una reunión entre dos jefes de Estado, Merkel y Sarkozy, al margen de todas las instituciones europeas, emplazando a la adopción de esa regla de oro antes del próximo verano. Su diktat ha surtido efectos en nuestro país en menos de dos semanas.

En cuanto al procedimiento de reforma, será el abreviado previsto en el artículo 167 de nuestra Constitución que, con la actual composición de las cámaras, requiere tan sólo el acuerdo alcanzado entre PSOE y PP y excluye su ratificación en referéndum ante la virtual imposibilidad de que se forme una minoría parlamentaria (el diez por ciento del total de diputados o de senadores) suficiente para exigir su convocatoria. Este es un procedimiento ajustado al hecho de que el artículo que pretende modificarse no forma parte ni del Título Preliminar, ni de la Sección primera Capítulo segundo del Título I, ni del Título II. En tales supuestos el artículo 168 habría obligado a un acuerdo parlamentario más amplio y a la disolución de las Cortes, nueva aprobación por dos tercios y ratificación en referéndum.

Así pues, estamos ante un procedimiento indiscutible conforme a la lógica formal de la Constitución, pero altamente discutible conforme a la lógica de la política democrática. Porque el trámite abreviado y la exclusión de convocatoria al cuerpo electoral resultan admisibles en supuestos en los que manifiestamente puede constatarse un elevado consenso político y social favorable a la reforma. Por ejemplo en cambios conducentes a la ampliación de derechos ciudadanos, tal como implicaba la única reforma practicada en 1992 en nuestra Constitución, cumpliendo el Tratado de Maastricht, en virtud de la cual los ciudadanos de la Unión Europea residentes en nuestro país gozan del derecho a sufragio activo y pasivo en elecciones locales. Esta reforma se efectuó además en correspondencia con las introducidas con la misma finalidad en todos los países miembros de la UE. Y la propuesta fue presentada conjuntamente por todos los grupos parlamentarios. Pero este procedimiento no es de recibo para una reforma constitucional que establece una orientación no neutral en la política económica del Estado, que con toda seguridad surtirá efectos presumiblemente restrictivos en los derechos sociales de la ciudadanía.

¿Por qué tantas prisas? ¿Por qué ha aceptado el PSOE esta nueva puñalada en su credibilidad política y electoral, requiriendo con urgencia el apoyo del PP y validando en cuestión de días los estudios de la FAES? Muy sencillo: porque aunque nadie duda de la victoria del PP en las elecciones de noviembre, no está claro dónde puede recalar el río de votos que probablemente desangrará al PSOE. Bien podría ocurrir que muchos de esos votos vayan a opciones contrarias a la reforma, suficientes para formar una minoría parlamentaria de bloqueo (35 diputados o 21 senadores) que obligue a la convocatoria de referéndum.

En resumen, estamos ante una reforma electoral que de nuevo constituye una ofensa contra la credibilidad y la calidad de nuestras instituciones democráticas. De nuevo asistimos al espectáculo, no por frecuente menos insólito, de unos representantes políticos que recurren a subterfugios legales para imponer medidas sustantivas que no han ofertado en su programa y que, si fuesen entendidas en todas sus implicaciones, rechazarían masivamente sus representados. De nuevo sucumbimos al chantaje de unos mercados ante cuya voracidad se abandonan, una tras otra, las trincheras de la política nacional y europea. De nuevo una ciudadanía escindida entre la indignación y la indolencia.

Un nuevo reto en la batalla política e ideológica contra un sistema cada vez menos democrático y socialmente más injusto, que alienta nuestra militancia en ATTAC y en movimientos ciudadanos como el que dio lugar al 15-M.

Antonio Bernal, miembro del Grupo de ATTAC Andalucía en Jerez.




ATTAC, asociación sin ánimo de lucro, denuncia que el pasado 5 de noviembre fue publicada en el BOE la Ley 21/2014, de 4 de noviembre, por la que se modifica el texto refundido de la Ley de Propiedad Intelectual, aprobado por Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril, y la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil, en virtud de la cual la reproducción total o parcial, así como la descarga del material de esta página es susceptible de ser gravado por un canon a cobrar por CEDRO, en contra de nuestra voluntad, y por tanto solicitamos su inmediata derogación.


ATTAC Andalucía no se identifica necesariamente con los contenidos publicados, excepto cuando son firmados por la propia organización.