¿Se acabó la crisis?

Josep BorrellEl Periódico de Catalunya

¿Se acabó la crisis? Para los millones de parados lejos de volver a encontrar trabajo y para los que lo siguen perdiendo, la respuesta es evidente y la pregunta casi indecente. Los 370.000 empleos no agrícolas perdidos en EEUU en julio, muestran la fragilidad de los síntomas de recuperación, los famosos brotes verdes, que todo el mundo se afana en encontrar.

Pero algo ha cambiado desde el otoño pasado, cuando el sistema financiero mundial al borde del abismo provocó la peor recesión desde la de 1929. El precio del petróleo vuelve a subir. La bolsa y el petróleo vuelven a subir desde sus mínimos de marzo. China vuelve a crecer, y el número de casas que se empiezan a construir en EEUU ha dejado de disminuir. Pero, sobre todo, los bancos americanos vuelven a ganar dinero y se apresuran a devolver al Gobierno los préstamos que les mantuvieron a flote para poder fijar libremente las retribuciones de sus dirigentes y de sus traders.

Para ellos, la crisis se ha terminado. Mientras el número de familias americanas que se declaran insolventes alcanza el nivel más alto de los últimos cuatro años, en Wall Street se vuelven a repartir retribuciones grotescas y algunos bancos europeos les imitan. El Gobierno federal americano dedicó más de 700.000 millones de dólares de dinero público a salvar a los bancos del exceso de riesgos que habían asumido, en buena parte debido a un sistema de retribuciones que buscaba el beneficio a corto plazo. Y apenas liberados de la tutela del Gobierno, vuelven a empezar con la locura del sistema de bonus.

Buen ejemplo es Goldman Sach, que ha provisionado 20.000 millones de dólares para sus traders. Esa cantidad es del mismo orden de magnitud que lo que el G-8 decidió dedicar a luchar contra el hambre en el mundo.

Ha sido la decisiva intervención de los poderes públicos, sosteniendo la economía con los planes de relanzamiento lo que ha evitado el hundimiento del sistema capitalista. En todo el mundo, pero especialmente en EEUU, donde el total de las ayudas y garantías concedidas a los bancos, empresas industriales y familias suma 23,7 billones de dólares, ocho veces el presupuesto federal. Probablemente no había más remedio y aún hay quien opina que había que haber sido más ambicioso con los planes de inversión pública. Pero el déficit y el endeudamiento público que ello implica no serán sin costes.

Y la pregunta de cómo hemos llegado a esta situación y quiénes son los responsables de la crisis no es irrelevante. Por eso en el G-8 de Londres se habló no solo de cómo salvar al capitalismo, sino también de la necesidad de «moralizarlo». En ambos lados del Atlántico, especialmente Obama y Sarkozy, denunciaron que las retribuciones excesivas del sistema financiero habían contribuido a provocar la crisis y prometieron el fin de los bonos extravagantes y de los paracaídas dorados de los dirigentes.

Pero la realidad parece escapar a sus deseos y les pone en una situación difícil. En Francia se ha sabido que el banco BNP, salvado por una inyección de 5.000 millones de euros de dinero público, va a pagar 1.000 millones en bonus este año. Probablemente menos que los bancos americanos, pero más de acuerdo con las recomendaciones del G-8. La noticia ha provocado una irritación tanto de la opinión como del Gobierno.

Los bancos se defienden diciendo que no es malo tener beneficios, y más vale que los tengan, si al final los contribuyentes tienen que acabar cubriendo sus pérdidas, y que tienen que ser competitivos para retener a su personal. Pero el sentimiento de que el contribuyente paga con sus impuestos los sueldos fastuosos de los financieros, mientras el crédito se hace caro y difícil, se cierran oficinas y se despide personal y se empieza otra vez con las martingalas de la especulación, puede causar muchos problemas políticos a los dirigentes que lanzaron ese frustrado mensaje moralizador.

El Partido Socialista francés, por otra parte en graves dificultades internas, señala esa diferencia entre las palabras y los hechos. Pero el problema es que el papel del Gobierno no es dar consejos y recomendaciones cuya aplicación solo depende de la buena voluntad de los afectados, sino de fijar reglas. Y para eso está el arma fiscal. Y se recuerda que, en los años 30, Roosevelt aplicó un tipo marginal del 90% para las rentas de más de un millón de dólares.

No parece que los tiempos estén para esos radicalismos. Los gobiernos prefieren pedir a las autoridades de supervisión del sistema financiero, los bancos centrales, que extremen la vigilancia en materia de remuneraciones bancarias y saben que los lobis bancarios son extremadamente poderosos y tienen también que contar con ellos. Pero la asimetría en la distribución de los costes y beneficios que genera el sistema capitalista en sus procesos de expansión y crisis no plantea solo un problema ético, sino también de ineficacia económica y social.

Cuando en la media de los últimos 10 años los bancos americanos han dedicado a pagar a sus traders y directivos casi la mitad de sus beneficios, el problema no es ya solo de decencia, sino de creación de riesgos sistémicos y aumento de las desigualdades hasta un punto socialmente insoportable. Y Obama, que ha emprendido una ambiciosa reforma del sistema financiero, lo sabe. Pero es dudoso que pueda impedir que la crisis se haya acabado… solo para algunos.




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