Razones políticas

ReflexionJosé A. Pérez TapiasGranada Hoy.

Ante medidas de injustos ajustes que se suceden unas a otras, tras campañas electorales en las que no se supera el descrédito de la política, entre avatares de unos mercados que ni la racionalidad económica explica en su lógica suicida, o siendo espectadores, cuando no partícipes, de actuaciones cuyas consecuencias sabemos negativas para la sostenibilidad de los recursos o el futuro de nuestro entorno, ¿cómo seguir pensando en una política que pueda verse acompañada de razones sobre las que justificar las decisiones que se toman? ¿Se puede continuar hablando políticamente en serio si la acción política queda ayuna de argumentos sometidos al debate público, capaces de portar razones que trasciendan intereses de parte o posturas según correlaciones de fuerza?

No es cuestión de instalarse en la ingenuidad de pensar la política real como espacio de mera discusión racional, como si fuera pura encarnación de ese ámbito ideal donde los interlocutores, al modo propuesto por Rawls como ficción útil, asumen la autorrenuncia que implica someterse al “velo de la ignorancia” respecto a intereses particulares, incluidos los propios, para tomar la más ecuánime decisión.

Ese ideal, al igual que la contrafáctica comunidad de argumentación donde sólo vale la fuerza de las mejores razones, modelo con el que Habermas ayuda a pensar una democracia deliberativa, no debe hacer olvidar la conflictiva realidad de intereses contrapuestos, de motivos espurios y de fuerzas antagónicas que surcan el espacio político. Pero por eso mismo, una política defendible como ámbito de racionalidad no puede quedar al albur de lo que suceda en esos entramados fácticos que, dejados a su dinámica, asfixian la racionalidad democrática. En tal caso, la política, sea adulterada como negocio, sea reducida a la impotencia, va a parar a los brazos de una razón cínica a la que de suyo no corresponde ni siquiera llamarse razón.

La ciudadanía, padeciendo una profunda crisis económica que también hace patente una grave crisis política, echa en falta una política en la que, sin ingenuidad ni cinismo, quepan razones. Remitirse sólo a la constricción de los hechos, a las presiones de poderes no sujetos a controles democráticos, a intereses tan ineludibles como alejados del interés general, es evadirse del compromiso de hacer política dando razones, lo cual es claudicar respecto a la razón moral que debe inspirar como irrenunciable a la acción política. Sin ella, la pasión que en política no puede faltar –como en todo lo que merezca la pena- queda expuesta a la deriva que la conduce a verse atrapada en el círculo de las bajas pasiones. La democracia es consciente de sus límites, incluso de sus miserias, pero no puede verse condenada a arrastrarse por el barro. Defendamos, haciendo valer buenas razones, la dignidad de la política.




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