¿Por qué reclamar un proceso constituyente?

constitucionAntonio Bernal Arriaza – ATTAC Jerez.

El debate en torno a la necesidad de abrir un proceso constituyente ya es un hecho.

Las críticas contra las insuficiencias de nuestro sistema político y las exigencias consecuentes de reforma de la Constitución no son una novedad. La discusión sobre el modelo territorial, zarandeado cada vez que se ha reabierto la cuestión de la financiación autonómica, forma parte de la historia de nuestra democracia y responde a las incertidumbres que dejó abiertas el título octavo del texto constitucional. Lo mismo cabe decir del incierto papel del Senado, inoperante por la indefinición de su papel a medio camino entre cámara de segunda lectura y de representación territorial. O del régimen electoral, reiteradamente denunciado por los partidos más castigados por el sistema de traducción de votos a escaños. Más recientemente se ha señalado el sesgo sexista que dispone la Constitución para la sucesión de la Corona.

Han sido, no obstante, debates circunscritos a círculos políticos y mediáticos, seguidos con bastante indiferencia por la ciudadanía. Pero en los últimos tiempos se han producido acontecimientos que han incorporado a la cuestión constitucional dimensiones inéditas, tanto en sus contenidos sustantivos como en su proyección pública.

El movimiento 15-M surgió al amparo de un discurso rápidamente extendido, que apuntaba al meollo de la legitimidad, formal y de ejercicio, que en democracia se exige de todo sistema político. Su ausencia se ha convertido en centro de la denuncia y de la oleada de movilizaciones contra una política olvidada de su finalidad principal, la procura del bienestar de la ciudadanía, que además emana de instituciones construidas sobre normas y principios inaceptables. Por primera vez en la historia de nuestra democracia, el sistema electoral o el papel de instituciones como el Senado o las Diputaciones Provinciales dejaban de ser materia restringida a élites políticas, para convertirse en objeto de atención y conversación pública. Pero además de los temas recurrentes, el debate se ha hecho extensivo a cuestiones tan cruciales como los sistemas de representación o la incapacitación política de la ciudadanía, ante las escasas posibilidades que la Constitución ofrece para la exigencia de responsabilidades políticas a los representantes electos y para el desarrollo de mecanismos de participación política directa.

El 15-M, en suma, ha sido un clamor emitido desde instancias civiles contra el divorcio entre el régimen político heredado de la transición y la sociedad española contemporánea. Pero también ha contribuido a la apertura de un horizonte de reconciliación entre política y sociedad, al señalar como ingrediente necesario la reforma en profundidad de la Constitución.

Sus razones se han cargado y generado crecientes adhesiones con el curso acelerado de los acontecimientos posteriores. La reforma constitucional del artículo 135, que puso el servicio de la deuda (a la banca) por encima de las obligaciones de gasto en servicios públicos (a la ciudadanía), junto a la ofensiva contra el Estado social directamente inducida por aquella reforma, han venido a demostrar que leyes y preceptos constitucionales tienen una influencia decisiva y visible en la vida de las personas. La mayor caja de resonancia de esta nueva percepción pública de la política ha sido sin duda el drama de los desahucios y la imponente respuesta ciudadana a las leyes que lo hacen posible.

En cuanto a la cuestión territorial, la desaparición de la amenaza terrorista de ETA, la eclosión del soberanismo catalán y el acoso financiero al conjunto de las comunidades autónomas, dictado por las políticas de contención del déficit, han vuelto a arrojar luz sobre las ambigüedades y cabos sueltos del título octavo de la Constitución. Pero ahora de forma notablemente más descarnada, tanto como para enfrentar las posiciones más contrapuestas, desde el retorno al centralismo a la constitucionalización del principio de autodeterminación, pasando por diversas variantes del federalismo.

Por último, la incesante oleada de escándalos de corrupción, los últimos salpicando de lleno a las más altas instituciones del Estado, han elevado hasta cotas insoportables el nivel de irritación ciudadana contra el sistema político, institucional y de partidos, asestando un golpe probablemente definitivo a su credibilidad.

Todo ello ha servido para situar en el centro de la agenda política la cuestión de la reforma constitucional. Hoy se habla abiertamente, no sólo en artículos de prensa, de la irremisible caducidad del régimen del 78, una expresión que hace sólo unos meses habría servido para desacreditar por exótico a quien la profiriese. Ahora, en cambio, el debate ya no se sitúa en el terreno de la disyuntiva acerca de si procede o no acometer dicha reforma, sino en la definición de su objeto y de su procedimiento, el qué y el cómo de la reforma.

En este nuevo escenario se va establecer una divisoria clara entre quienes tratarán de rebajar el alcance del proceso y quienes extraemos nuestras energías políticas de la presión social al cambio. Los primeros optarán por mínimas modificaciones al texto constitucional vigente, recurriendo preferentemente a la legislación orgánica e incluso a la ordinaria (baste como botón de muestra la Ley de Transparencia en trámite), y harán valer los procedimientos de reforma establecidos en el actual título X. Esto haría del proceso constituyente un asunto reservado a instituciones y partidos, en virtud de la reserva con respecto a la iniciativa constituyente que establece el artículo 87 a favor del Gobierno y las Cortes. La ciudadanía y la sociedad civil podrían comparecer, a lo sumo, para votar en referéndum un acuerdo político precocinado. Y aún eso sólo en caso de que la reforma afectase a determinadas partes de la Constitución: el Título preliminar, el capítulo segundo, Sección primera, del Título I, sobre derechos fundamentales y libertades públicas, o el Título II, de la Corona.

Enfrente nos tendrán a quienes queremos incorporar a la nueva constitución principios que garanticen la transparencia absoluta y sin matices de todo el entramado institucional, desde la jefatura del Estado (sobre cuya forma monárquica o republicana queremos pronunciarnos), a los partidos políticos y a cuantos actores sociales adquieran rango legal o constitucional como interlocutores necesarios de los poderes públicos y se financien con nuestros impuestos. Trataremos de incrementar de manera sustantiva las posibilidades de participación política directa en los procesos de toma de decisiones, y la responsabilidad de los gobernantes ante los gobernados, no limitada a su comparecencia electoral periódica. Trataremos de ampliar el alcance social y económico de la Constitución, confiriéndole un mayor grado de protección a los derechos ciudadanos en este ámbito, hoy relegados a la condición de principios rectores de la acción política, sin posible reclamación subjetiva ni amparo judicial. Trataremos de instituir un modelo territorial basado en la descentralización política real, asentado sobre la voluntad de perfeccionamiento democrático que implica la mayor accesibilidad posible de la ciudadanía a los centros verdaderamente autónomos de decisión, con un sistema de financiación que garantice la solidaridad interterritorial y la suficiencia de recursos para la gestión de competencias claramente diferenciadas entre los distintos niveles de gobierno, y que no podrá excluir la evidencia de que la unidad del Estado no puede imponerse como un dogma contra el deseo libre y democráticamente expresado de independencia de una parte, por insatisfactoria y hasta dolorosa que pueda resultar su secesión, siempre que resulten entidades estatales políticamente viables.

Y por supuesto trataremos de que el proceso sea en sí mismo un factor de legitimación de sus resultados. Debe ser, desde el comienzo, un proceso inclusivo y no excluyente, abierto a la participación ordenada de la ciudadanía y la sociedad civil. Eso no significa caer en la ensoñación de una asamblea constituyente universal, ocupando plazas públicas o blogs y redes sociales en Internet. Es muy explicable que el descrédito de las instituciones mueva al voluntarismo de muchas personas y organizaciones, dispuestas a enterrar el principio de representación política y a resucitar el viejo ideal rousseauniano del individuo libre y plenamente capaz de identificar la voluntad general del pueblo soberano, sin el menor atisbo de mediación. Muchas de estas personas y organizaciones son las mismas que alientan la resistencia contra las políticas antisociales que padecemos. Y su empuje ha contribuido de forma determinante a poner el proceso constituyente en el centro de la agenda política nacional. Pero deben entender que tanto el proceso constituyente como la renovada democracia que esperamos que alumbre pueden y deben hacer compatibles los mecanismos de participación ciudadana directa con los de representación, sin los cuales la política puede quedar convertida en terreno abonado para el populismo y para el aplastamiento de las minorías.

Conviene tener presente que esa línea divisoria entre quienes están empezando a encarar el proceso constituyente, reformismo gatopardiano por un lado, renovación democrática sincera por otro, nos abre serios interrogantes. ¿Estamos hoy en condiciones de impulsar un proceso constituyente verdaderamente sustantivo? ¿No estamos presos del sistema de partidos del 78, que aunque declinante sigue controlando las instituciones clave del Estado? ¿Acaso no comprobamos, día sí y día también, la severa fragmentación política que padecemos los excluidos de dicho sistema?

La respuesta es sí al primer interrogante y no a los otros dos. Hoy no estamos en condiciones de impulsar un verdadero proceso constituyente, porque no lo hace posible la suma de las inercias que subsisten en nuestro sistema político, sus resultados en términos de desafección ciudadana, y el desconcierto de quienes tratamos de poner remedio a uno y otro mal.

Pero esta evidencia no debe conducirnos al desaliento. El mismo empeño que ponemos en extender la idea de que existen alternativas contra la desesperación que suscita el recetario antisocial del neoliberalismo, debemos ponerlo en la difusión de un discurso pro-constituyente contra la desafección ciudadana hacia la política democrática.

Se trata también de marcar posiciones: ante los actores políticos que en estos momentos se debaten entre el inmovilismo y el minimalismo reformista; y ante quienes propugnan formulaciones del proceso inviables y cargadas de voluntarismo.

Unos y otros son, además, caladeros de posibles apoyos a un proyecto con vocación de mayoría. Para lograrla debemos explicar con acierto y convicción las insuficiencias de nuestro sistema político e institucional y sus posibilidades reales de corrección, mediante un texto constitucional nuevo o profundamente renovado, y mediante su correspondiente desarrollo legislativo. Debemos también formular una propuesta creíble y eficaz del proceso, que garantice su transparencia, que incorpore mecanismos de participación ciudadana directa en el debate constituyente, sin olvidar (pero sin sobredimensionar) las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías, y que articule la presencia de organizaciones civiles, profesionales, universidades, etc.

Debemos, en suma, definirnos en torno a un nuevo signo de identidad política, en este caso con mayor dimensión propositiva que de resistencia. Tomar la iniciativa, antes de que nos la roben, haciendo ver que es posible construir un modelo de democracia política fortalecida ante sus enemigos.




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