Los enterradores y los economistas

cementerioLuis García Montero – Comité de Apoyo a ATTAC.

Es peligroso que los oficios pierdan el sentido. Hamlet lo descubrió al ver el desinterés con el que los sepultureros hacían su trabajo mientras enterraban a Ofelia. Una escena conmovedora en la tragedia del enamorado se convertía en rutina laboral y en falta de respeto. Cuando se espera la compasión, la inquietud compartida, aparece el hastío y las ruedas cotidianas de una maquinaria sin ojos. Trabajar cansa y, a veces, acaba también con los escrúpulos. La tecnocracia entiende poco de compromisos humanos.

Shakespeare abrió con su famoso episodio una larga tradición literaria. La falta de respeto en el duelo y en el cementerio ocupó un lugar de privilegio en la mirada esperpéntica de Valle-Inclán. La mala suerte acompañó hasta el final a Max Estrella, el divino poeta y maltratado protagonista de Luces de bohemia. Más que un ataúd tuvo una chapuza. El brillo de un clavo impertinente astilló la madera mal trabajada para perforar la sien inerme del cadáver. El empleado de la funeraria perdió la paciencia ante las indecisiones de la familia y los amigos porque le esperaba el negocio de otro entierro. Y los sepultureros no se avergonzaron de hacer las cuentas de sus ganancias entre la melancólica gravedad de las tumbas. Mientras Rubén Darío y el Marqués de Bradomín cerraban una época gloriosa del arte con una conversación derrotada, ellos calcularon los beneficios del dolor y la muerte. No dudaron tampoco al certificar que el olvido es una epidemia social muy generalizada. El muerto al hoyo y el vivo al bollo.

León Felipe entendió el significado de esta dinámica impía y la relacionó con la fragilidad de los oficios. La rutina, esa gran empresaria del aburrimiento y la deshumanización, hace reformas laborales por su cuenta para degradar las horas de trabajo. “Para enterrar a los muertos como debemos –escribió el poeta- cualquiera sirve, cualquiera…menos un sepulturero”.

¿Y para hacer números? Todos estamos haciendo muchos números en los últimos años. Las amas de casa, incluso en las familias que disfrutan de algún trabajo estable, retuercen los números para llegar a fin de mes. Los parados con subsidio suman esfuerzos y restan días para mantenerse a flote en una normalidad cada vez más precaria. Los parados sin subsidio multiplican la oscuridad de los abismos y buscan un familiar o un amigo que quiera dividir su dinero por amor y solidaridad. Para hacer números como se debe, cualquiera sirve, cualquiera… menos un economista oficial.

Añado el adjetivo oficial porque conozco y leo a economistas que están haciendo cuentas con la gente para analizar las causas del naufragio y buscar alternativas. Ellos siguen encontrando un sentido humano a su oficio. Se conmueven en los entierros, saben que el golpe de un ataúd sobre la tierra es algo terriblemente serio. Pero llevo muchos meses pensando en los otros economistas, en los que trabajan para los bancos, las oficinas de especulación, los gobiernos y las instituciones financieras internacionales. Su rutina laboral los ha convertido en sepultureros sin alma. Aunque hay una diferencia. La deshumanización de los enterradores literarios se debe al aburrimiento de una práctica cotidiana. El frío de los ejerciciones económicos mantiene peligrosamente viva la curiosidad. Esto parece ya sadismo.

La avaricia quiere saber más porque es insaciable. La crisis económica no deja de ser un gran laboratorio que trata como conejillos de Indias a las personas y a los países. El último experimento sádico de los economistas oficiales se ha dado en Chipre. Vamos a ver, ¿qué pasa si a los ciudadanos de un país europeo se les quita una parte de sus ahorros para sanear los malos negocios de los especuladores? Esta crisis empezó por un experimento de calado político: la desregulación de los procesos económicos con una legalidad al servicio de la usura. Y desde esa primera indagación, de quiebra en quiebra, de pregunta en pregunta, de banco hundido en banco saneado, de recorte nacional en desmantelamiento general de los servicio públicos, hemos llegado a la santificación del empobrecimiento. Y con el corralito de Chipre se nos avisa. Los economistas oficiales son sepultureros creativos porque no paran de inventar procedimientos para acumular más tierra sobre nuestros cadáveres.

De algo se tiene que vivir, ya lo sabemos. Pero no deja de ser inquietante la degradación de los oficios. Da terror imaginarse una sociedad en la que los profesores trabajen para crear analfabetos, los médicos para agravar enfermedades y los jueces para dignificar a los asesinos. ¿Ese es el futuro? Es, cuando menos, la lógica de los economistas oficiales. Nos entierran sin respeto y, además, no pierden la curiosidad. Experimentan con nuestros funerales.

Artículo publicado en Público




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