La teoría del chorreo

rico-pobreJosé Antonio Cerrillo — ATTAC Sevilla.

Un término que quizá haya escuchado en algún artículo o tertulia económicos, especialmente si hay de por medio alguien con ganas de aparentar que sabe mucho, es el de trickle down economics. No es un concepto académico, de hecho suele tener connotaciones despectivas, pero se usa de forma común para referirse a una teoría que, esta sí, tiene una gran aceptación entre los economistas neoliberales. Yo suelo explicársela a mis alumnos con un nombre más castizo: la teoría del chorreo.

Simplificando, la teoría del chorreo viene a afirmar que la mejor política económica es aquella que permite a los más ricos enriquecerse todavía más, todo lo que puedan. Así, cuando sus bolsillos están tan repletos que ya no cabe más dinero en ellos, todo el dinero de más que siga llegándoles chorreará hacia abajo, hacia el resto de la sociedad, generalmente en forma de inversiones y puestos de trabajo. A la larga todos nos beneficiamos: ellos salen ganando, pero nosotros también, aunque sea mucho menos que ellos (situación conocida como óptimo de Pareto, otro término que quizá llegue a escuchar de boca de esos mismos tertulianos o articulistas).

De ahí que la teoría del chorreo suela llevar aparejada una serie de medidas que a ustedes les sonarán, por ser las tópicas del recetario neoliberal: bajadas de impuestos, eliminar la progresividad fiscal, reducción del gasto público, desregulación, privatizaciones, etc. Todo lo que sirva para que los ricos sean más ricos, servirá para mejorar la economía. A esto es lo que se refieren cuando hablan de “crear un clima favorable a la inversión”. En cristiano, significa proporcionar toda la libertad posible a los ricos para que muevan su dinero a su antojo, darles la posibilidad de que extraigan el máximo beneficio posible en la mayor cantidad de ámbitos posibles y ofrecerles la garantía de que sus inversiones obtendrán rentabilidad, tan alta y tan a corto plazo como se pueda.

Uno de los extremos en la aplicación de esta teoría lo vivimos con la constitucionalización del pago de la deuda pública: reformamos incluso nuestra hasta hace poco irreformable Constitución para que los mercados financieros tengan por seguro que pagaremos antes la deuda que las pensiones o los salarios públicos, con el fin de que nos sigan prestando dinero.

Alto ahí, dirá usted. ¿Pero la ganancia privada no se legitimaba por el riesgo?, ¿no se supone que los empresarios se merecen lo que ganan porque arriesgan su dinero en inversiones que pueden salir mal? Si ponemos los mimbres para asegurar que sus inversiones se rentabilizan, ¿qué mérito tiene ser empresario?, ¿tener el dinero de partida? En efecto, la teoría del chorreo tiende a contradecirse un tanto con la mitología del empresario emprendedor, aunque suela pasarse de puntillas sobre este hecho. Es por eso que durante muchos años la teoría del chorreo ha obviado un tanto el argumento del riesgo, prefiriendo vender con más bombo su idea-fuerza: si los ricos ganan más dinero, el pastel crece, y si el pastel crece, a usted le tocará su parte.

La teoría del chorreo vivió su apogeo entre la década de 1980 y comienzos de este siglo XXI. Traspasó las fronteras de la economía para hacer fortuna en la sociología y la política. Uno de sus máximos exponentes fue Anthony Giddens, el sociólogo al que debemos la idea de la “Tercera Vía”. ¿Qué más dan las desigualdades si gracias a ellas la sociedad en su conjunto es más rica?, decía Giddens, basta con asegurar la igualdad de oportunidades con una beca por aquí o un seguro por allá. Los partidos socialdemócratas de toda Europa abrazaron gustosos este nuevo mantra, abandonando el ideario de justicia social, redistribución y derechos que habían constituido el centro de sus programas durante más de un siglo. Y en un principio la cosa fue bien, como atestiguan las victorias electorales de Blair en el Reino Unido, Gerhard Schröder en Alemania, Lionel Jospin en Francia y José Luís Rodríguez Zapatero en España. A continuación, estos mismos partidos sufrieron el mayor desplome electoral de sus largas historias.

Y es que con el crack del 2007 y la crisis económica que le ha seguido, la teoría del chorreo se ha enfrentado a la tozudez de los datos: los ricos se han seguido haciendo más ricos pero el pastel no ha aumentado. Todo lo contrario, de aquel rico pastel en torno al cual se pretendió crear una clase media global no quedan ni las migas, y la población se empobrece rápidamente. Me van a perdonar que, a efectos de síntesis, no nos detengamos en las causas de este fracaso, que para eso hay otros muchos y muy bien informados textos. De momento quedémonos con la idea de que la teoría del chorreo ha quedado falsada: no es cierto que enriquecer hasta el extremo a los ya muy ricos dé por necesario resultado que la economía crezca.

¿Significa esto que los neoliberales, académicos o mediáticos, han abandonado la teoría del chorreo? Nah. Como en tantos otros aspectos, la crisis no ha implicado una autocrítica o el más mínimo ejercicio de reflexión, algo que debería presuponérsele a quién se hace llamar científico. La teoría del chorreo simplemente ha mudado la piel, como las serpientes. Ya no se viste con un lacito rosa y la ropa de los domingos, ya no intenta convencernos de que enriquecer a los ricos es bueno para todos. Ahora directamente nos dicen que no existe alternativa a ella. Que es esto, o el infierno del paro masivo y la crisis perpetua. Si queremos crear empleo, si queremos salir del agujero, es obligatorio que nos creamos la teoría del chorreo, pero acelerada y aumentada.

Un ejemplo práctico: Eurovegas. El magnate Sheldon Anderson quiere montar un macrocomplejo de casinos similar al de la ciudad estadounidense de Las Vegas, pero en Europa. Para que el señor Anderson consienta que el maná de sus inversiones caiga sobre nosotros pone unas condiciones de mínimos: no pagar impuestos durante diez años (después ya veremos), que se modifiquen las leyes antitabaco, cesión casi gratuita de los terrenos, que le construyamos entre todos transporte público para un acceso fácil y rápido al complejo, que las administraciones públicas pongan parte de la inversión y que los derechos laborales queden en suspenso dentro de los muros de sus casinos y hoteles. A partir de ahí empezamos a hablar. Pues bien, como verán por las noticias, diferentes territorios (entre ellos Madrid y Cataluña) se pelean entre sí por ofrecerle no sólo eso sino más, por facilitarle la vida para enriquecerse todavía más al menor coste.

Como vemos, ya no es el empresario el que debe convencer a los poderes públicos, ahora son los poderes públicos los que deben convencer al multimillonario para que afloje algo de mosca: teoría del chorreo, versión cruda. A cambio, una promesa fantasmagórica: 200.000 puestos de trabajo. Precarios, sin derechos y mal pagados, pero puestos de trabajo al fin. ¿Y si luego se han hecho todos esos esfuerzos, todas esas inversiones públicas, todas esas reformas legales y laborales pero la cosa no es rentable y se crean muchos menos puestos de trabajo de los previstos? No hay problema, tampoco aquí se le puede pedir responsabilidades al empresario, que al fin y al cabo es un actor privado y si les achuchamos mucho se nos van los capitales. En ese caso, serán de nuevo las administraciones públicas (con dinero de todos, claro está) quienes carguen con los restos del naufragio. Y para muestra un botón muy cercano al futuro emplazamiento de Eurovegas: el Parque de la Warner.

En resumidas cuentas, la teoría del chorreo nos propone un nuevo contrato social. La inmensa mayoría de la sociedad debe aceptar que su vida sea inestable, precaria e insegura; las leyes deben de aplicarse desigualmente, o más claramente, quedar en suspensión para los ricos; los poderes públicos deberán poner a disposición de los empresarios todas las facilidades sin pedir nada a cambio; además, no se les cobrará impuestos, o sólo los mínimos; todo ello, para que los ricos sean más ricos y vean asegurados sus capitales. A cambio, las empresas harán inversiones que crearán puestos de trabajo (insistimos, mal pagados y sin derechos). Aunque eso sí, tampoco podemos exigirles que lo hagan, sólo podemos confiar en que lo harán. ¿Qué les parece el plan?, ¿buscamos alternativas?




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