Sobre los argumentos de izquierdas en defensa de la reforma constitucional

Antonio Bernal
miembro del grupo local de ATTAC Andalucía en Jerez

Se veía venir. Las críticas por la izquierda a la reforma constitucional amenazan con minar todavía más el crédito de un PSOE que no puede presentarse a los próximos comicios abjurando abiertamente del keynesianismo, de la defensa del Estado como actor social y económicamente relevante, capaz de generar estímulos al crecimiento y de garantizar la sostenibilidad de los sistemas de protección social.

De ahí la proliferación de cantos a la indiscutible racionalidad del principio del equilibrio presupuestario. Felipe González aderezó hace unos días una entrevista en la SER con el dato de que el descubrimiento de tal principio es obra nada menos que de los socialdemócratas suecos, pioneros en llevarlo a su constitución. Y no pasa un día sin que aparezca en algún blog o medio de comunicación algún artículo declarando que, al fin y al cabo, el reformado artículo 135 no impone el equilibrio a costa del gasto público, ni tampoco prefigura su distribución, auténtica piedra de toque en la diferenciación entre izquierdas y derechas. Así pues, queda abierta la puerta del incremento de ingresos vía impuestos. Y permanece intacta la voluntad de apostar por el gasto social, con lealtad a los postulados clásicos de la socialdemocracia.

Pero, ¿de verdad está el PSOE en disposición de aproximarnos al modelo fiscal sueco, aumentando la presión fiscal en veinte puntos porcentuales sobre el PIB? ¿Promete hacerlo, además, con criterio redistributivo, de forma que la tributación sobre las rentas altas se multiplique por cinco? ¿Estamos acaso ante la caída del caballo desde aquella célebre proclamación por Zapatero, hace ahora seis años, del dogma de la bajada de impuestos como una nueva seña de identidad de la izquierda?

Hay aquí cosas que no cuadran. No es sólo que estemos en guardia ante las promesas de hacer lo contrario de lo que se ha hecho. Es que se nos ha justificado esta reforma con la pretensión de insuflar confianza en los mercados. Y no parece plausible la idea de que esos mercados exijan precisamente ahora un rearme fiscal del Estado. Las sonadas declaraciones de ese puñado de multimillonarios norteamericanos y franceses a favor de incrementar los impuestos sobre las rentas más altas parecen más bien un hecho aislado. Más significativas resultan las cuasi amenazas de Alfredo Sáenz, vicepresidente del Santander, ante el anuncio por Rubalcaba de un posible tributo sobre las ganancias de los bancos, en compensación por su responsabilidad en la crisis.

Antes de proseguir, una protesta: resulta casi ofensiva la insistencia en la sensatez intrínseca del principio de equilibrio presupuestario. Por oposición, convierte a los críticos a la reforma en un puñado de irresponsables empeñados en gastar hasta la extenuación, cual marujones dispuestos a compensar un mal día exprimiendo hasta el agotamiento sus tarjetas de crédito en el primer hipermercado que se ponga a tiro. Y no es así. Porque nadie pone en duda que unas cuentas públicas saneadas y sostenibles sean una bendición.

Que la socialdemocracia sueca reaccionase con prudencia ante el descalabro fiscal del Estado inducido por el crack del 29 no es nada sorprendente. Pero lo más sustantivo de aquella reacción fue que, junto al New Deal de Franklin D. Roosevelt en Estados Unidos, los países escandinavos se convirtieron en el primer laboratorio de ensayo de las fórmulas que pocos años después cristalizaron en el pensamiento económico de Keynes y en las políticas desplegadas a su amparo, determinantes en la recuperación de una Europa destruida hasta sus cimientos por dos guerras mundiales. Fueron los primeros en lanzar una apuesta firme por el intervencionismo social y económico del Estado contra las pulsiones autodestructivas de unos mercados sin control, que estuvieron en el origen de aquel gigantesco colapso económico y de la militarización de la política mundial desde finales del siglo XIX. Y fueron también los primeros en imponer un modelo fiscal que asegurase de manera estable un alto volumen de ingresos públicos, con una clara orientación redistributiva, que les ha permitido desde entonces ocupar los primeros puestos en el ranking mundial de gasto social. Para la socialdemocracia clásica, sueca y no sueca, el equilibrio presupuestario y la sostenibilidad de las cuentas públicas fue siempre un medio, no un fin.

Todo eso se halla en las antípodas del monetarismo hegemónico en los países capitalistas avanzados desde hace más de treinta años. Para los teóricos de esta escuela los desajustes en el balance de las cuentas públicas, incluso los coyunturales, no son un síntoma de posibles males en la economía sino la enfermedad en sí. Una enfermedad cuyo origen siempre atribuyen al perverso intervencionismo social y económico del Estado, que sólo puede ser atajada por la vía rápida: la del gasto. Un Estado poco activo, y por tanto poco necesitado de generar ingresos vía impuestos, deviene de esta forma en la mejor garantía para un funcionamiento óptimo y sin distorsiones del mercado.

El único elemento regulador eficaz sería aquel con poder suficiente para dosificar el volumen de dinero circulante, con objeto de embridar el riesgo de inflación permanentemente atizado (¿por quién si no?) por el Estado. Pero este regulador debe operar bajo rigurosos criterios técnicos y científicos, libre de presiones y ataduras políticas. Así nacieron los bancos centrales independientes y el sistema europeo que ahora corona el BCE.

Todo esto puede dar la impresión de que estamos ante un debate entre doctrinas económicas sin demasiadas consecuencias. Pero no es así. Porque además de diferentes presupuestos teóricos, en las políticas inspiradas en una y otra doctrina subyacen también diferentes presupuestos éticos. Los monetaristas y neoliberales se encogen de hombros cuando el libre juego de las fuerzas del mercado produce desigualdad y pobreza. No es que pongan un especial empeño en generar estos efectos. Pero, llegado el caso, los presentan como un daño colateral que debe asumirse para conjurar las mayores amenazas de una economía ineficiente. En cambio para los keynesianos y para la socialdemocracia clásica la pobreza y la desigualdad son un síntoma de que algo no va bien, ni en la economía ni en la sociedad, y se sienten impulsados a emplear los recursos del Estado para neutralizar sus causas. Más aún, entienden que la justicia social no es sólo un bien público apreciable por sí mismo, sino un prerrequisito para la eficiencia económica. Porque una masa creciente de excluidos de los circuitos de consumo termina por asfixiar y hacer insostenibles a las economías más poderosas.

Así pues, y volviendo al debate abierto con la reforma de nuestra Constitución, podemos mostrarnos intelectualmente generosos ante el argumento de la racionalidad del principio de equilibrio presupuestario, suspendiendo por un momento las sospechas que infunde su indiscutible tufo a monetarismo. Pero no podemos olvidarnos del contexto en que se sitúa esta reforma. No podemos disociarla de la bajada de sueldos a los empleados públicos, ni de las restrictivas reformas introducidas en el mercado laboral y en las pensiones. No podemos ignorar los drásticos recortes en el gasto social que ya está poniendo en práctica el PP en las comunidades autónomas en que gobierna. Ni tampoco podemos desligarla de la regresividad fiscal impulsada en carrera entre los dos grandes partidos nacionales. Una carrera de la que ahora parece el PSOE dispuesto a apearse. Pero lo hace tarde, cuando el PP se siente de nuevo ganador y dispuesto a enarbolar en solitario la bandera de nuevas bajadas de impuestos.

Decía antes que, a la vista de los argumentos que se exhiben para justificar esta y anteriores reformas, hay cosas que no cuadran. Porque una y otra vez se invoca un hecho coyuntural, los ataques especulativos de los mercados contra la deuda soberana de los Estados, para explicar la necesidad de transformaciones estructurales.

En la citada entrevista Felipe González decía algunas cosas en las que podemos darle parcialmente la razón. Afirmaba el ex presidente que ve una Europa obsesionada con apagar los fuegos de la espiral de especulación desatada en forma de crisis de la deuda, tratando de aplacar la voracidad nerviosa de unos mercados que no hay manera de aplacar, tal como ha quedado demostrado en estos días en los que de nuevo se ha disparado nuestra prima de riesgo. No quedaba claro sin con esta declaración avalaba González la reforma, que dice aplaudir por sensata, o desnudaba sus insuficiencias.

Y proseguía, más inquietante, describiendo el presente escenario económico mundial como el propio de un profundo cambio de época, en el que se dirime una verdadera batalla de largo recorrido cuya verdadera clave reside en la competitividad de los grandes bloques económicos regionales. Para Europa esto supone afrontar las reformas necesarias para asegurar su fortaleza frente la expansión de las economías de los países emergentes, que amenaza su primacía como primera potencia comercial mundial. No decía González que ya hay signos muy visibles de que los gobiernos y las instituciones europeas han tomado buena nota de esta situación. Han comenzado a desplegar su estrategia en pos de la competitividad y han efectuado toda una declaración programática, el Pacto del Euro, acerca de cómo quieren conseguirla: control y reducción del gasto público (específicamente el social) y de los salarios. Parecen haber llegado a la conclusión de que en la batalla de la competitividad frente a los países emergentes tienen que utilizar sus mismas armas.

Por eso es posible afirmar que ni esta reforma ni sus precedentes constituyen verdaderas medidas anticrisis. Son parte de una estrategia aplicada en una gigantesca batalla de poder económico mundial, que trata de reducir a su mínima expresión el modelo de Estado social.

Lo peor es que tampoco está claro por cuánto tiempo y con qué costes podrá prolongarse esta batalla, antes de convertirse en una guerra sin cuartel. En una economía-mundo como la contemporánea, el crecimiento de unos hace mucho tiempo que sólo puede producirse a costa de la contracción o la opresión de otros. Ante las alarmas desatadas por la amenaza de agotamiento en algunas décadas de las fuentes de energía no renovables, empezando por el petróleo, ¿serán los siguientes episodios de esta batalla por la competitividad la ocupación militar y el control de los últimos pozos rentables allá donde se encuentren, tal como prefigura el intervencionismo militar europeo a favor de la causa rebelde en Libia? ¿Qué vendrá después? ¿Luchas por la recolonización del continente africano para convertirlo en granero de biocombustibles? ¿Batallas regionales por el agua, tal como lo es de hecho en gran parte el eterno conflicto entre Israel y Palestina? ¿Cuánto tiempo esperarán los países emergentes para traducir en términos de poderío militar sus disparadas tasas de crecimiento económico? Y sobre todo, ¿qué costes sociales y medioambientales tendrá esta guerra? ¿Cuánto sufrimiento de las personas y del planeta estamos dispuestos a infligir y a soportar?

Estas preguntas pueden tildarse todo lo que se quiera de apocalípticas sin dejar de ser pertinentes. Basta con volver la vista hacia la historia reciente, la de hace escasamente un siglo, para estremecernos ante el poder de destrucción que por dos veces ha demostrado tener un capitalismo sin control.

Ante estos interrogantes no podemos conformarnos con insinuaciones veladas, como la del ex presidente González en su entrevista, ni consolarnos con el mal menor que predican el PSOE y la socialdemocracia europea, frente una derecha que niega o no parece asustarse ante estas amenazas y a la que, en todo caso, no le temblará el pulso a la hora de imponer sacrificios.

Ha llegado la hora de abrir un debate a fondo, capaz de generar una alternativa ilusionante y viable al actual estado de cosas, compartida por quienes no queremos que la próxima estación de paso en la historia de la humanidad sea un cataclismo.

Antonio Bernal Arriaza, miembro del grupo local de ATTAC Andalucía en Jerez.




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