La ley de hipotecas contra el derecho natural

hipoteca crisisJose A. Cerrillo Vidal – ATTAC Sevilla.

¿Se ha preguntado usted por qué no puede venderle su derecho al voto a otra persona?, ¿o por qué no puede venderse voluntariamente como esclavo?, ¿o por qué no puede cambiar a su hijo por una casa de 200 metros cuadrados?, ¿o por qué una mujer no puede aceptar que su marido la maltrate si ese es su deseo sin que medie la intervención de la autoridad pública?

Si ha respondido a todas estas preguntas diciendo «pues porque no», o simplemente le han parecido preguntas absurdas y carentes de sentido, mi enhorabuena: tiene usted las competencias mínimas para ser un ciudadano. En su sentido común está impregnada la idea de que como individuo, como ciudadano, como ser humano, es portador de una serie de derechos inviolables, no negociables ni intercambiables con otras personas. Pero ha de saber que no todas las personas en todos los tiempos y en todos los lugares lo tuvieron tan claro.

La idea de que los seres humanos nacen con una serie de derechos que precisamente les definen como tales, y que por tanto no pueden perder ni intercambiar, nació en la antigua República de Roma 1. De los mismos quedaron excluidos los extranjeros y los esclavos, que precisamente se consideraban «alienados» (de ahí el origen de la expresión) de su verdadera naturaleza como personas al ser reducidos a objetos, a instrumentos de sus propietarios. En la Edad Media, la idea de derecho natural perdió su sentido igualitario original y por eso las personas podían hacerse voluntariamente siervos de los señores feudales, como medio de protegerse de una existencia plena de incertidumbres como la que predominaba en la Europa Altomedieval.

No obstante, el derecho natural revolucionario fue recuperado por intelectuales y movimientos populares primero durante el Renacimiento y luego en la Edad Moderna, con el punto culminante de la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano, proclamada en el apogeo de la Revolución Francesa. A partir de ahí, la extensión de los derechos de ciudadanía ha sido lenguaje común de todos los movimientos populares del mundo, y la bandera de sus luchas durante más de dos siglos. Como expresión más elevada de todos esos anhelos y conquistas tenemos la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que por vez primera reconoce una serie de derechos naturales a todas las personas del planeta con independencia de cuales sean sus condiciones de nacimiento (sexo, raza, nacionalidad, etnia, religión, etc.), y que por esa misma razón es el documento jurídico más importante de la historia de la humanidad.

Pues bien, ¿y si les digo que en España existe una ley que viola flagrantemente el derecho natural de los ciudadanos? Imposible, dirán. Pues sí, hay una ley que permite a los ciudadanos venderse voluntariamente como siervos: la ley hipotecaria. Susodicha ley permite firmar un contrato entre un individuo cualquiera y una entidad financiera, de modo que ésta presta a aquel un dinero con el fin de comprar una vivienda, aplazando el pago de la misma en pagos mensuales gravados con un interés, el cual constituye el beneficio de la mencionada entidad financiera. Hasta aquí todo relativamente normal y comprensible.

Ahora bien, nuestra ley hipotecaria contempla que si la persona que solicita el préstamo se ve incapacitada para hacer frente a los pagos del crédito solicitado no sólo verá embargada la vivienda por la que se había hipotecado sino que habrá de seguir pagando hasta devolver el monto íntegro del préstamo que solicitó. Es decir, que la entrega de la vivienda no cancela la hipoteca, como sucede en la mayoría de los países llamados «desarrollados».

Un momento, dirá usted, ¿cómo es posible que se deba dinero por un importe superior al valor del bien por cuya compra se ha solicitado el crédito y más después de haber estado pagando mensualidades durante un cierto tiempo? Pues muy sencillo: porque la misma entidad financiera que presta el dinero tiene toda la ventaja a la hora de tasar el valor de la vivienda, o sea de ponerle el precio, tanto a la hora de conceder la hipoteca, como a la hora de embargar la casa. A la hora de solicitar el préstamo hipotecario, son inmobiliarias (nominalmente independientes, pero que en la práctica son propiedad de las mismas entidades financieras) quienes fijan el precio de la vivienda que va a ser la garantía de la hipoteca. O sea, que aunque usted se ponga de acuerdo con un ciudadano particular para comprar su vivienda, es el banco o caja, a través de sus inmobiliarias asociadas, quien decide si realmente la vivienda vale lo que decidimos pagar por ella, puesto que son ellos quienes nos prestan el dinero para comprarla.

Después, cuándo una vivienda entra en proceso de embargo por impago, sale a subasta por una cantidad fijada previamente en el contrato hipotecario. A subasta significa, claro, que la vivienda se la lleva quien más ofrezca, si bien quién quiera participar en la misma ha de consignar el treinta por ciento del precio de salida, a excepción, qué casualidad, de los litigantes. Por tanto, la entidad financiera puede llegar a quedarse la vivienda por una cantidad inferior a la que tasó en su día para conceder el préstamo: basta con que oferte la mayor cifra en la subasta y que el hipotecado no pueda igualarla, lo cual, claro, nunca va a poder hacer porque, recordemos, está en proceso de embargo y hasta el cuello de deudas. Así, la entidad financiera se queda con la vivienda a un precio inferior al monto del préstamo que le concedió para comprarla, y a usted no le quedarán más bemoles que quedarse sin casa y además seguir pagando hasta satisfacer el importe total de su deuda con la entidad financiera, con sus intereses y hasta teniendo que abonar los costes del proceso judicial.

Un ejemplo extraído de la vida real: una entidad financiera reclama a un particular 132.980,09 euros en concepto de volumen de préstamo no devuelto e intereses vencidos. Además se le añade el presupuesto para intereses y costas de la ejecución que asciende a 28.000 euros. El total por el que se despacha la ejecución es pues de 160.980,09 euros. El juzgado tasa la vivienda a efectos de subasta (que está en la hipoteca) por 171.884,62 euros. En la subasta, la mejor postura es la del banco demandante, y asciende a sólo 87.150 euros. Como era menos dinero del 70% del tipo de la subasta, se le da traslado al demandado para que mejore la postura, o presente a un tercero que lo haga, cosa que claro, no hizo. El banco se queda la casa, se da por pagado en la cantidad por la que se ha quedado la casa. Como con el dinero de la subasta no se ha cubierto ni siquiera el principal reclamado (132.980,09 euros), no hace falta tasar costas e intereses, porque la deuda continúa, incluso por principal, y hasta que no se ha pagado el principal no podemos determinar cuánto van a cobrar los abogados y procuradores, ni los intereses vencidos.

En conclusión. El banco prestó en su día 140.000 euros, y cobra durante cuatro años hasta que el hipotecado empieza a no poder hacer frente a los pagos. Se lleva la casa por 87.150 euros. El demandado se queda sin casa y con una deuda de 73.830,09 euros, pero que a buen seguro se multiplicará por dos, porque cuando se termine de pagar los 132.980,09 euros por los que se despachó la ejecución, se deberán tasar las costas y los intereses que también habrá de satisfacer el demandado. Y ojo porque parece que las entidades financieras han encontrado una nueva vía para exprimir a sus desesperados deudores, que les está permitiendo quedarse con las viviendas incluso por un euro 2.

Por otro lado, ¿recuerda usted cuándo obtener crédito era algo relativamente sencillo? Seguramente muchos de ustedes tuvieron la prudencia de preferir un interés fijo, aunque a priori fuese un poco más alto, en previsión de que los tipos variables fueran… pues eso, variables: hoy muy bajos, mañana muy altos. Recordará igualmente que desde las entidades financieras prácticamente le obligaron a aceptar los variables, además de la contratación de diferentes productos financieros (seguros, quizá un fondo de inversión…) si quería que le concedieran su préstamo. No pasará nada, le decían. Pero pasó: los tipos bajos subieron, las personas se fueron al paro y no pudieron hacer frente ni a hipotecas, ni a los restantes productos que les obligaron a contratar.

Finalmente, cabe recordar que entre el solicitante de una hipoteca, una persona o una familia, y la entidad financiera que la concede, bancos y cajas constituidos en auténticos imperios privados, no existe ninguna igualdad. No sólo porque unos tengan dinero y lo presten, y otros no y tengan que solicitarlo. También porque las segundas disponen de una información y unos recursos (ejércitos de abogados, capacidad de influencia sobre políticos y medios de comunicación, etc.) que dejan en una situación de práctica indefensión a los deudores. Tanto es así, que la propia ley hipotecaria contempla en su artículo 140 la posibilidad de un arreglo voluntario entre las partes por el cual la entrega de la vivienda cancela la hipoteca, cláusula que evidentemente la inmensa mayoría de españoles desconoce y que por supuesto ninguna entidad financiera se plantea aplicar o siquiera informar de su existencia.

En el derecho, cuando un sujeto ha de poner sus intereses en manos de otro pero existe una situación de franca desigualdad entre ambos, hablamos de una situación de agente y principal. Por eso, las leyes tienden a proteger a la parte débil (el principal), para que el fuerte (el agente) se esfuerce en defender los intereses del principal en lugar de aprovecharse de él, merced a la desigualdad de sus situaciones. Es lo que sucede, por ejemplo, entre médicos y pacientes, o entre tutores y pupilos.

Como hemos visto, esto no parece aplicarse a la relación entre la ciudadanía y las entidades financieras. La ley no sólo no ampara a la parte débil, los ciudadanos privados, sino que por el contrario salvaguarda los intereses de las entidades financieras asegurándoles que van a recuperar su inversión aunque la vivienda baje de precio, permitiéndoles exprimir al ciudadano hasta recobrar el último céntimo que se les adeude, intereses incluidos (por cierto, ¿arriesgar tu dinero no era la razón por la que hay que permitir la ganancia privada?). Más aún, les permite controlar todo el proceso: la fijación de condiciones para la concesión del préstamo, la tasación del precio de la vivienda, etc. Finalmente, sólo castiga al hipotecado que quizá se haya endeudado más allá de lo que podía pagar, pero no la incompetencia del financiero que le concedió el préstamo aún sabiendo que no podría pagarlo y que eso le condenaba a una penuria aún mayor.

Así pues, podemos decirlo claramente: la ley hipotecaria vigente en España permite el establecimiento de contratos de neoservidumbre. Y por tanto, va en contra no sólo de la moral, de las necesidades económicas del país (que no cabe identificar con los de la banca), del objetivo declarado en nuestra Constitución de promover el bienestar y la cohesión social, sino también de los principios más elementales sobre los que se levanta nuestro ordenamiento jurídico, que aún solemos llamar democrático: los derechos de ciudadanía, los que nos constituyen como seres humanos. Por todo ello, rechazar y reformar esta ley no es una aspiración, ni siquiera una reivindicación: es una exigencia de cumplimiento de un principio legal superior y más importante.

P.D.: ¡Ah! Y si se preguntan cómo es posible que se permita que esto suceda, recuerden que el pasado julio se votó en el Parlamento una propuesta para modificar la comentada ley. No tienen más que ver quienes votaron a favor y quienes en contra.

NOTAS
1. Una muy buena explicación la expone Antoni Domenech en «Dominación, derecho, propiedad y economía política popular. Un ejercicio de historia de los conceptos», Sin Permiso Digital, http://www.sinpermiso.info/articulos/ficheros/dominacion.pdf
2. «Los bancos recurren a subastas notariales para recuperar pisos», El País, 15 de enero de 2012, http://ccaa.elpais.com/ccaa/2012/01/14/catalunya/1326568851_136234.html




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