La izquierda y la sostenibilidad

Jose A. Pérez TapiasRevista El Siglo

Hablar de sostenibilidad es insoslayable. Más aún actuar para un desarrollo sostenible. Pero hay que cuidar la palabra «sostenibilidad», pues de tanto utilizarla puede pasar con ella lo que decía Hegel cuando comparaba algunos conceptos con monedas gastadas, que de tanto pasar de mano en mano acaban perdiendo sus relieves.

Es necesario rigor en el discurso sobre sostenibilidad para evitar que se convierta en un cajón de sastre y para impedir que los términos se manipulen a conveniencia. Conviene tener esto presente, máxime cuando expresarse bajo las claves de la sostenibilidad –visto como políticamente correcto– no asegura actuar con los criterios que implica. No hay que olvidar que en torno a ella tienen lugar nuevas batallas ideológicas, lo cual, como Teun A. van Dijk recuerda en sus estudios críticos del discurso, ocurre cuando antagonistas políticos se disputan lo que la ciudadanía piense y haga. Ahí está el debate sobre cambio climático.

Si había motivos para preocuparnos por un desarrollo sostenible, en los tiempos que corren, duros a causa de la crisis, se han incrementado. La sostenibilidad ha llegado para quedarse en el orden del día político. La necesidad imperiosa de hacer un uso equilibrado de los recursos naturales, de manera que quede asegurada su disponibilidad para las generaciones siguientes, es el núcleo originario de la idea de sostenibilidad o, como algunos prefieren decir, de sustentabilidad. La urgencia de calibrar las consecuencias de nuestra acción sobre la naturaleza, sobre todo al incidir en ella con una tecnología que la puede alterar negativamente de manera irreversible, obliga a plantearse la sostenibilidad de nuestro entorno según el «principio de responsabilidad» de Hans Jonas.

La importancia de tener en cuenta en los cómputos económicos el coste ecológico de los impactos de la producción y el consumo sobre el medio ambiente es también dimensión inexcusable de la sostenibilidad. A todo ello se suma la tarea de acometer el cambio de modelo productivo, quehacer al que en España nos vemos apremiados tras el reventón de la burbuja inmobiliaria, fruto autóctono de un capitalismo rentista y depredador. Si se añade el compromiso de promover esa transformación reforzando la cohesión social, tenemos los ingredientes económicos y sociales junto a los medioambientales para hablar creíblemente de desarrollo sostenible. Y eso sin eludir la cuestión de cómo crecer para crear empleo asumiendo que el crecimiento ha de tener límites.

Esos cabos son los que el presidente Zapatero está queriendo atar desde que anunció la estrategia de «economía sostenible» que va a impulsar su Gobierno, de la cual es pieza esencial la ley con el mismo nombre cuyo proyecto llegará en breve a las Cortes. Se ha dicho que un modelo productivo no cambia por ley, pero también se ha subrayado que através de la legislación se pueden ir decantando pautas y cursos de acción en la dirección adecuada. La condición es que la normativa legal para conjugar economía y ecología en serio sea coherente e incisiva, con capacidad, además de para corregir disfunciones inmediatas, para ir sentando las bases de lo que ha de conseguirse a medio y largo plazo. Si a lo primero responden medidas relativas al sistema financiero o al ámbito laboral, con lo segundo tienen que ver los incentivos para cambiar el modelo energético o las propuestas sobre formación profesional.

Es importante que se perciba que todas esas piezas se enmarcan en una estrategia de conjunto, más allá de enfoques tácticos coyunturales. Si las polémicas del momento no ahogan el imprescindible debate social y político sobre el desarrollo sostenible que queremos, quizá se logre que en una época caracterizada en política por «el eclipse de la razón estratégica» –diagnóstico de Daniel Bensaid, «pensador militante» francés recientemente fallecido– se abra paso una propuesta que apunta a la recuperación de la política como «arte de la estrategia», que tanta falta hace a la izquierda. Ésta ha de potenciar el discurso y la práctica de la sostenibilidad –a la derecha no le interesa–, yéndole en ello su propia sostenibilidad como izquierda.

Bien cabe decir que la sostenibilidad la podemos considerar como otro nombre de la solidaridad (entre coetáneos y con las generaciones futuras), aunque tal declaración enfática no ahuyente los temores de que algunos esfuerzos se nos disipen como humo en el aire –¡y sin disminuir el CO2 en la atmósfera!–.




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