La agonía del sentimiento democrático

democraciaLuis García Montero – Comité de Apoyo a ATTAC.

El descubrimiento de corrupciones políticas puede vivirse con una sonrisa, con una carcajada o con indignación. Es saludable que el periodismo, la policía y los procedimientos de control social ejerzan su tarea de vigilancia para evitar los desmanes del poder. También es saludable, aunque mezquino, que las batallas internas en los partidos saquen a la luz algunos espacios oscuros de sus organizaciones. No hay mal que por bien no venga, y los rencores, los codazos y las luchas por el trono facilitan ciertos detalles que de otro modo hubiesen quedado en una programada oscuridad. Son mecanismos de venganza que hablan mal de la política y de su estado miserable, pero que siempre han ofrecido grandes y rápidos servicios a la información pública y al llamado periodismo de investigación.

Según el grado de cercanía con el político denunciado, pueden brotar sonrisas, carcajadas o indignaciones. La sonrisa sugiere el estado de ánimo de la persona que observa la debilidad humana. Aunque no se sienta muy justiciera, comprende que es necesario que la verdad se sepa y que de vez en cuando algo ponga las cosas en su sitio y avergüence a los padres de la patria aficionados a la evasión de impuestos, o a los partidarios de las comisiones en forma de maletín y de los sobres blancos de contenido negro.

La carcajada tiene que ver con el gusto por la desgracia ajena y con la rivalidad. Hay personajes que caen mal, que defienden cosas que nos parecen indefendibles, que nos van llenando el corazón de antipatía cada vez que oímos sus declaraciones o sus descalificaciones del adversario. Cuando esos personajes son descubiertos con las manos en la masa, aflora nuestro rencor y rompe en el aire nuestra carcajada de circo, como cuando vemos que a un payaso le pegan un bofetón o que un desgraciado se pega un batacazo. Surge, por el contrario, la indignación cuando alguien en el que creemos, por simpatía personal o por respeto a sus siglas políticas, protagoniza un escándalo de corrupción.

Como de vez en cuando es bueno confesarse para detener el reloj y conseguir que se mantenga juntas la piel de la vida y la conciencia, confieso que hace tiempo que la corrupción de la política española no me levanta ni sonrisas, ni carcajadas, ni indignaciones. Mi ánimo tiene que ver más con la desolación, el vértigo, el miedo y el instinto de urgencia. Las corrupciones políticas no desvelan ya las ambiciones y fechorías de cualquier sinvergüenza –que se puede encontrar en cualquier sitio-, sino el funcionamiento rutinario de un sistema corrupto que se financia de forma sustancial a través de la corrupción. Y eso es muy grave para una democracia cuando el hambre se mezcla con las ganas de comer.

Hay causas profundas para el descrédito de la política. Unos gobernantes que actúan como espoliques de los poderes financieros llevan años escenificando que la soberanía civil no existe y que la política no sirve para resolver los problemas de la gente. Se decide en otras esferas, los parlamentos son inútiles, las leyes y las constituciones no son propiedad de los ciudadanos, sino mascaradas de los especuladores. Si a este sentimiento profundo le añadimos el robo como rutina, el sentimiento democrático entra en agonía y se prepara el terreno para nuevos experimentos totalitarios y populistas o para la indiferencia: la muerte clínica de la política. El Estado desaparece y la realidad queda sin reglas, una selva fría que ofrece la lucha egoísta por la vida como única hoguera.

Cuando estaba claro que la inversión pública y la regulación económica eran la receta más sensata como alternativa a la crisis financiera, el Gobierno apostó por la desregulación y los recortes con un elitismo neoliberal suicida para la nación. El empobrecimiento general va a hacer de España un país no ya con problemas serios, sino irreconocible para nosotros mismos.

Ahora está claro también que la degradación de la política española exige un movimiento social de consolidación democrática. Hay que salir de esta crisis institucional con más democracia, es decir, con transparencia, mecanismos de participación, elecciones primarias, referentes cívicos encabezando las listas y reglas claras para delimitar incompatibilidades y especificar las limitaciones temporales de los mandatos y los cargos. En vez de esta consolidación democrática, observo el empecinamiento de las cúpulas de los partidos en asegurar sus mecanismos de control, evitar las interferencias cívicas y amurallar la oscuridad de sus comportamientos.

También esto es suicida. Y por eso he dejado incluso de reírme de los problemas que hoy tienen algunos personajes por los que siento muy poco simpatía.

Artículo publicado en Público




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