Hacia dónde va el PSOE?

Antonio Bernal
Attac Andalucía en Jerez

Las reacciones del PSOE ante su reciente desastre electoral hacen evocar una célebre frase de Groucho Marx: “Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”.

De momento se nos ha confirmado el anuncio de la sustitución como icono electoral del presidente Zapatero por el vicepresidente Rubalcaba. Y se ha comprometido una reflexión a fondo acerca de los presupuestos políticos e ideológicos del partido, por medio de una conferencia política que se celebrará en otoño.

Tenemos por tanto cambios a la vista. Pero seguimos sin estar seguros ni de la orientación ni de la intensidad de esos cambios. Por una parte nos encontramos con algunos barones del partido y al menos un sector del Grupo Parlamentario que se pronuncian por un giro a la izquierda, al mismo tiempo que el presidente anuncia su pretensión de agotar la legislatura con objeto de completar las reformas estructurales que cree precisas para nuestra economía. Y nadie negará que hay motivos para temer que esas reformas sean una nueva vuelta de tuerca impuesta al dictado de unos mercados (léase “clase corporativo-especulativa al frente de un sistema económico depredador del Estado social y del medio ambiente global”), que nos mantienen en su punto de mira.

Pero aun aceptando que esos cambios puedan traducirse en un profundo giro político e ideológico hacia la izquierda, ¿no sería justo exigir responsabilidades por una orientación precedente que ahora vendría a denunciarse como errónea? ¿Sólo con la autoinmolación del presidente considera el PSOE purgadas sus culpas? ¿Acaso no ha sido la práctica totalidad de su dirigencia la que hasta hace pocos días ha defendido que sólo podía practicarse una determinada política? ¿Han visto repentinamente la luz, empujados por una ciudadanía escindida entre el voto masivo de castigo y las movilizaciones por una democracia real?

Mucho me temo que no vamos a escuchar de nadie importante decir algo así como “perdón, nos equivocamos; pero hacemos firme propósito de enmienda y a partir de ahora seremos un partido socialdemócrata consecuente con todos nuestros principios”. Además no sería suficiente. Debería acompañarse de un “nos imponemos la penitencia de sacrificar la carrera de todo dirigente que haya perdido su credibilidad en el apoyo o la aquiescencia ante nuestras políticas antisociales y erróneas”. Y esto último nadie lo va a decir. En primer lugar porque no parece que sean muchos los que así piensan. Pero sobre todo porque no hay relevo a la vista para tanto cambio.

Desde hace mucho tiempo el PSOE constituye un ámbito notablemente desideologizado. La formación y la reflexión sobre políticas o ideas son actividades marginales. En los niveles altos opera una entidad a modo de think tank, la Fundación Alternativas, resultante de la fusión por decisión del último congreso de varios órganos preexistentes con fines similares. También existe un interesante centro de formación, la Escuela Jaime Vera, que oferta regularmente cursos de notable calidad. Pero la producción política o ideológica de estos órganos tiene muy escaso calado en las bases. En las agrupaciones surgen a veces pequeños grupos a modo de tertulias, que se mantienen por el empeño de un escaso puñado de militantes. Pero en los congresos, allí donde supuestamente se debaten y se trazan las orientaciones políticas del partido, los espacios de discusión de las ponencias son poco menos que cosa de frikis, mientras que los pasillos arden en corrillos que comentan con fruición y en tiempo real las incidencias que se filtran de los verdaderos espacios de decisión, donde se negocia la formación de las nuevas ejecutivas.

De tarde en tarde se convocan conferencias políticas, como la ahora prometida, que tratan de fijar la atención del partido en debates de fondo, no contaminados por peleas orgánicas. La última a nivel federal sirvió para armar el discurso con el que Zapatero compareció en las  elecciones generales de 2004. Fue un innovador compendio de ideas inspiradas en un republicanismo de izquierdas que parecía ser el signo de identidad política de la nueva dirección, que propugnaba cosas como el establecimiento de una renta básica de ciudadanía, la exigencia de responsabilidad social y medioambiental a las empresas y en general la ampliación de la esfera de derechos civiles, políticos, sociales y económicos de la ciudadanía. Paradójicamente, aquella conferencia política se celebró casi simultáneamente a otra de igual naturaleza en Andalucía, pero esta basada en la discusión de una ponencia de orientación diametralmente opuesta, trufada de un lenguaje economicista evocador de una línea de pensamiento de clara raigambre neoliberal, que algunos denunciamos, pero que la mayor parte de la militancia absorbió con la misma indiferencia que los cuasi revolucionarios postulados del Zapatero de entonces.

Porque, debe insistirse en ello, estos ejercicios de reflexión constituyen para la inmensa mayoría del partido hechos excepcionales y superficiales. No tocan lo esencial, que es siempre el reparto de las cuotas de poder orgánico y la defensa o conquista de poder institucional. Ni uno ni otro objetivo se basan en un verdadero debate de ideas ampliamente compartido. Cuando se está en el poder prima para conservarlo la defensa de la propia gestión. Cuando se está en la oposición se trata de minar a toda costa la credibilidad del adversario. Pero el horizonte es siempre limitado. Cualquier cosa que obligue a pensar un escenario que vaya mucho más allá de las próximas elecciones forma parte de un futuro incierto, ante el que sólo caben especulaciones o promesas no demasiado firmes, tópicos y enunciados vagos. No hallaríamos otra cosa si le preguntásemos a la inmensa mayoría de la militancia y a una notable parte de la dirigencia por qué modelo de sociedad luchan, al amparo de qué valores y principios operan, cuáles creen que son los límites que el partido no puede traspasar en aras del tacticismo y de los réditos electorales a corto plazo.

Así no cabe sorprenderse de que, cuando se aproximan unas elecciones, se produzcan fichajes insólitos de personas ideológicamente ambiguas, supuestamente válidas como señuelos para electorados de amplio espectro, más significadas por sus lealtades al aparato o por su currículum profesional que por su compromiso cívico. Como tampoco cabe sorprenderse de que, una vez en el poder, sea obligatoria la observancia de pequeñas o no tan pequeñas concesiones: que si congraciarse con los sectores más conservadores de la sociedad civil, que si asumir la carrera por la continua bajada de impuestos, que si apostar más por mantener bien engrasadas las redes clientelares que por la apertura de sinceros cauces de participación ciudadana. Todo vale con tal de ampliar las bases electorales del partido, aunque sea a costa de rebajar la base fiscal del Estado, la credibilidad democrática de las instituciones o la consistencia ideológica y política del partido.

Y así nos va. Porque todos estos vicios no son patrimonio exclusivo del PSOE. Retratan a todas las organizaciones más influyentes, aquellas de las que depende en mayor medida la gobernabilidad de nuestro sistema político. Aquí reside la causa de esa ola de indignación que acaba de alzarse en España y en Europa, cientos de miles de personas, jóvenes sobre todo, que están gritando su hartazgo y su pérdida confianza en las instituciones y en sus gestores.

Creo, no obstante (quizás inducido por mi trayectoria personal), que en nuestro país se ha perdido la confianza muy especialmente en el PSOE. Hasta hace un año, el transcurrido desde que el gobierno diese un giro de ciento ochenta grados en su política social y económica, se podía mantener un hilo de confianza en quienes no se cansaban de proclamar que de la crisis no saldríamos a costa de los más débiles. Ahora, conscientes del papel cuasi testimonial de los partidos que permanecen fieles a esa proclama, cunde la desesperación.

Pero además está esa otra corriente de fondo, que lleva años arrastrándose y arrastrando a la política democrática hacia niveles de credibilidad cada vez más bajos, que recorre toda Europa y que hasta ahora sólo había aflorado de manera inquietante por medio de una emergente ultraderecha antieuropeista y xenófoba.

Ahora en cambio ha surgido esta otra respuesta más alentadora, una impresionante muestra de indignación cívica, que todavía se muestra más reactiva que propositiva, pero que puede y promete madurar y transformarse en un actor político de extraordinaria potencia.

Están trazándose las coordenadas de un nuevo tiempo. Para el PSOE, y en general para todas las organizaciones de izquierdas, se abre un dilema que determinará bajo qué perfiles podrán o no jugar un papel relevante en el futuro. Pueden empeñarse en una rectificación ajustada a las reglas del juego que han conformado el declinante escenario actual, tratando de recuperar la confianza de ese mitificado centro desideologizado que sólo entiende de gestión y sobre el que, según afirman sociólogos y estrategas electorales, se construyen las mayorías políticas. Y pueden optar por impregnarse del mensaje que emiten esas masas de indignados que ya operan con categorías políticas inéditas, declarando y haciendo creíble su apuesta por cambiar de raíz un sistema político y económico que cada vez se revela más insostenible, y activando al servicio de ese nuevo proyecto los valiosos recursos de que todavía disponen, empezando por su crucial proyección europea e internacional.

Cualquiera que sea el camino que emprendan, deben saber que la política ha dejado de ser una actividad de élite. El movimiento de los indignados es una demostración de fuerza de una nueva ciudadanía capacitada para personarse sin permiso en la esfera pública. Las movilizaciones contra la guerra de Irak, que tanta admiración y muestras de aliento causaron también en el PSOE, no fueron el primero pero sí uno de los hitos más destacados de ese mismo fenómeno. Pero aquella fue una causa con fecha de caducidad. Ahora esa nueva ciudadanía ha llegado para quedarse.

Antonio Bernal, miembro de ATTAC Andalucía en Jerez

Mayo, 2011.




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