El mito de los copagos

Carlos Ponte MittelbrunnAsturbulla

Aunque las voces que se oyen y publican en favor del copago sanitario son cada día más numerosas, las evidencias permanecen invariables desde hace años. Crecen los adeptos, pero los argumentos no se modifican: empiezan por invocar la necesidad de «un debate sin prejuicios» y terminan por concluir que «no hay alternativa posible» para la sostenibilidad del sistema sanitario público.

Hasta ahora, el Ministerio de Sanidad aguanta el tirón, pero los partidarios del copago, en progresión constante, ya han ganado posiciones incluso en el Consejo Interterritorial con pronunciamientos favorables de los consejeros de Cataluña, Madrid, Valencia, Asturias? Visto en retrospectiva, parece como si estuviéramos ante un poderoso «think tank» que, con perseverancia y oleadas periódicas, conforma opinión y amplia paulatinamente su círculo de influencia.

Los partidarios del copago ofertan una solución simple a un problema complejo: ¿por qué no pagar una pequeña cantidad para evitar el uso injustificado y abusivo de los medicamentos o de los servicios sanitarios? ¿Por qué no disminuir la demanda por la penalización del pago (ticket moderador), permitiendo, además, un ingreso adicional para los siempre escasos recursos del sistema sanitario? Pero antes de desentrañar qué tienen de verdad estas sencillas y aparentemente razonables recetas, es necesario recordar que los copagos -si bien de baja intensidad- están desde hace tiempo muy extendidos en Europa y que, por lo tanto, hay datos y experiencias acumuladas en otros países que pueden permitir un debate, desapasionado, de sus ventajas e inconvenientes. Es decir, una reflexión en términos empíricos sin recurrir al trasfondo ideológico que, por otra parte, siempre subyace.

Con los datos actualmente disponibles sobre el copago, la mayoría de la Oficina Europea de la OMS, se puede hacer balance de cuáles son sus efectos y de cómo se relacionan con la eficiencia, la equidad y el control de los costes de los servicios sanitarios.

En términos de eficiencia, sabemos que los copagos consiguen disminuir la utilización de los servicios en relación directa con la cuantía del precio. Pero la sensibilidad al precio no significa eficiencia porque no discrimina la demanda redundante e innecesaria, o la que se induce desde la oferta, de la que se precisa asistencialmente. El copago, por tanto, funciona como un «instrumento ciego» que también penaliza la «utilización necesaria» y no identifica oportunamente problemas de salud que se traducen posteriormente en mayores costes, o frena la prevención, ya que si tienes que pagar, es lógico que sólo acudas al médico si «te duele».

En realidad, el copago no valora cómo se gasta ni en qué se gasta. Es decir, olvida que la factura sanitaria crece con muchos deberes pendientes, con un amplio margen de mejora en la gestión y la provisión de los servicios -especialmente en farmacia y tecnologías-, sin apenas distinguir entre lo que cuesta la sanidad (consumo de productos sanitarios) y lo que vale (su verdadera aportación a la salud).

En términos de equidad sabemos que el copago afecta al acceso pero, sobre todo, está demostrado que discrimina a los sectores con niveles de renta más bajos. Y afecta también a la equidad de la financiación porque carece de legitimidad redistributiva como ocurre con todas las tasas o gravámenes indirectos sobre el consumo.

Con respecto al control de los costes, los datos actuales no son fáciles de evaluar. En los estudios publicados, han mostrado ciertos resultados en algunos casos (Alemania) pero no en otros (Francia). Tienen, además, efectos de sustitución (trasladan los costes: los modifican pero no los reducen) y su función recaudatoria es contradictoria porque, en el supuesto de que se cobren cantidades pequeñas, los ingresos serán reducidos y requerirán descontar los costes de transacción (administrativos) que son muy elevados.

En resumen, no tiene sentido introducir copagos y tasas sanitarias porque fracasan en la contención de los costes, porque no han demostrado ser eficientes, porque promueven inequidad en la financiación y en el acceso de los que tienen menos poder adquisitivo, y porque la tendencia a la enfermedad -y por tanto al pago del usuario- es impredecible, con riesgos ciertos sobre la salud, sin que aporten una solución racional al control de la demanda o a la economía del sistema sanitario.

«Distinguir o valorar la necesidad» no depende del copago sino de la educación de la población y de las políticas de promoción de la salud. Son mucho más útiles las medidas que corresponsabilizan a la ciudadanía en el uso racional de los medicamentos y servicios sanitarios. Por ejemplo, ser conscientes de que no acudir -y no cancelar- a una cita médica contribuye a alargar las listas de espera, saber que el medicamento que almacenamos en nuestra casa repercute en el gasto sanitario, conocer que el consumo de genéricos, que son exactamente lo mismo que los medicamentos de marca, supone un importante ahorro para el sistema?

En realidad, y ahora sí procede entrar en el debate ideológico, mientras el neoliberalismo ha perdido toda credibilidad por la crisis a la que ha conducido a la economía mundial, sus dogmas continúan vigentes. Es el caso del copago, que se sustancia en la convicción mercantil de que los ciudadanos somos incapaces de comprender y dar una respuesta a los problemas porque sólo reaccionamos ante el estímulo de los precios.

Hay que recordar, sin embargo, que la esencia de nuestro sistema sanitario es que todos tenemos el mismo derecho a todos los servicios en igualdad de condiciones. En este contexto, el copago supone una grieta estructural en el modelo, aunque quizás su mayor problema reside en que, mientras reclama la financiación de los usuarios, rehúye y oculta el debate de fondo sobre las debilidades que afectan a la sostenibilidad del sistema sanitario.




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