El fin de una era

apocalipsisJuan Manuel AragüésEl Periódico de Aragón.

«¿Escucharon? Es el sonido de su mundo derrumbándose, es el del nuestro resurgiendo». Con esta hermosa frase reaparecía hace unas semanas el Ejército Zapatista por los caminos de México. En total silencio, y tomando como metáfora ese pretendido fin del mundo anunciado por los mayas, el zapatismo reapareció en escena aprovechando todo el despliegue publicitario sobre la presunta catástrofe que los medios de comunicación de todo el mundo prepararon. Fue una manera de dar por buena la profecía maya. Efectivamente, muere un mundo. Lo que la idiocia de los medios de comunicación del sistema no es capaz de advertir es que es precisamente su mundo el que se viene abajo, que sus estertores, a los que algunos llaman crisis, otros expolio, no vienen marcados por catástrofes y signos naturales, sino por la violencia económica, social, intelectual, del capitalismo agonizante. Es el fin de una era.

Fin, por otro lado, anunciado. Desde mediados del siglo XIX, el viejo mundo viene muriendo y comienzan a atisbarse los signos de la nueva era. La transición del siglo XIX al XX es testigo de cambios radicales en diversos ámbitos. Asistimos a los síntomas más evidentes de un cambio de paradigma, tal como lo define Sousa Santos. La ciencia produce nuevos modos de comprensión del mundo, a través de la mecánica cuántica de Heisenberg, de la Teoría de la Relatividad de Einstein, incluso del teorema de incompletitud de Gödel, que implican una ruptura radical con las concepciones de la ciencia tradicional, la que va desde Euclides hasta Newton o Laplace. En el arte, las vanguardias de todo género se encargan de acabar con una concepción reproductiva de la estética. En filosofía, Marx, Nietzsche y Freud diseñan una nueva concepción del mundo, de la que la nietzschiana muerte de dios es la expresión más acabada, pues pone fin, como sucede en el ámbito de la ciencia, a las certezas de las que se había nutrido el pensamiento occidental desde las alucinaciones platónicas. Algunos entendemos que es en estos cambios de comienzos de siglo XX donde pueden encontrarse las raíces de nuestra sociedad contemporánea, de lo que algunos denominamos posmodernidad.

Estos profundos cambios vinieron acompañados por el paso de un capitalismo de producción a un capitalismo de consumo. En Europa, puede decirse que ciudadano, como sujeto de amplios derechos sociales, y consumidor, como sujeto con cierta capacidad económica en el marco de una producción fordista, son realidades paralelas. Puede decirse que hay una continuidad lógica entre el capitalismo de producción masiva del XIX y el capitalismo de consumo del XX, pues la producción masiva precisa de una amplia masa de consumidores. Los elementos estructurales del sistema no se resienten con el cambio.

Sin embargo, en los últimos decenios estamos asistiendo, en el ámbito económico y social, a esa profunda quiebra que se anunció en otros campos a principios de siglo XX. El nuevo capitalismo financiero poco tiene que ver en su lógica con el capitalismo de consumo. La extracción de plusvalía ya no se realiza, en lo fundamental, a través de los salarios de los trabajadores, sino del expolio de lo común. La privatización de la sanidad y la educación en nuestro país es un ejemplo más de este proceso. La legalidad tradicional ya no es apta para las nuevas realidades de la economía, su marco se hace estrecho e inadecuado. Y cuando esto sucede, como bien analizó Marx para la transición del modelo feudal al capitalista en el final de la Edad Media, lo que se anuncia es el nacimiento de una nueva era.

Como dice Silvio Rodríguez, «la era está pariendo un corazón, no puede más, se muere de dolor». Asistimos al parto de una nueva era. El capital, con su ingeniería genética, la diseña a su gusto, con una profunda dualización: una inmensa minoría de privilegiados frente a una masa expoliada, precarizada y atemorizada ante el día a día. Y nos quiere hacer creer que esa es la única salida. Y que no la haya depende, en buena parte, de que así lo asumamos. Pues lo que se dilucida estos días, los meses próximos, en las calles, en los centros de trabajo, en las mareas, en las movilizaciones, en las alianzas, es si somos capaces de parar el expolio a que nos quieren someter y de orientar el derrumbe del sistema en beneficio de la inmensa mayoría. Porque, como algunos nos recuerdan por ahí, somos mayoría. O el privilegio de la minoría o la vida decente de la mayoría, o ellos o nosotros. Ese es el envite. Ellos tienen clara su trinchera, lo demuestran día a día, decreto a decreto, ley a ley. Están en guerra. Es hora de enterarnos.




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